Museo del Prado, Siglo XIX

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megaurbanismo
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Museo del Prado, Siglo XIX

Mensaje por megaurbanismo » Sab, 22 Oct 2022, 18:15

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Este trabajo recopilatorio está dedicado al Museo del Prado, concretamente a las nuevas salas dedicadas a pintores y escultores españoles del siglo XIX, que abarca desde Goya hasta Sorolla. Son 12 nuevas salas que pondrán al alcance del público todo el arte del brillante siglo XIX, un poco rezagado o descuidado hasta el momento en el mejor Museo de España y uno de los mejores del mundo.
Por lo que ya podemos ver en el Prado, todo representado de manera cronológica en función de diferentes tendencias y géneros que se sucedieron a lo largo del siglos: El arte Románico, Gótico, Renacentista, Barroco y los siglos XVIII y XIX. Además de la pintura española, cuenta en su colección con grandes artistas de la pintura italiana, flamenca, francesa, alemana, holandesa o británica. Además últimamente la escultura también está mejor representada, lo cual es de agradecer para los olvidados aficionados de esta disciplina artística.
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Campus Museo Nacional del Prado.
El Museo del Prado ha puesto fin al "éxodo" y al "destierro" al que han estado sometidas las obras del siglo XIX para devolverlas a su casa de forma definitiva, gracias a la apertura de doce nuevas salas que permitirán recorrer, por primera vez, la historia del arte español desde el Románico hasta los maestros del siglo XIX.
Desde el último Goya hasta Sorolla, la colección denominada como "la otra ampliación" se prolonga en doce salas como un nuevo eslabón de 176 obras de las colecciones del siglo XIX -154 pinturas, 21 esculturas y una maqueta- que permiten incorporar definitivamente a la pinacoteca las obras de los maestros del ochocientos junto los grandes artistas del pasado.
Así, el recorrido por el arte español comenzará con la pintura románica de San Baudelio de Berlanga, del siglo XII y cerrará con Aureliano de Beruete y Joaquín Sorolla a principios del siglo XX.
La ampliación de la colección supone, en palabras del director del Prado, Miguel Zugaza, la "definitiva puesta en escena del siglo XIX" y el "reencuentro" del museo con la historia para situarlo a las puertas del siglo XX.
"Éste es un momento muy oportuno para mirar con intensidad lo que tenemos y no perpetuarnos en lamentar lo que no tenemos", ha señalado Zugaza en la presentación de las nuevas salas que hoy se abrirán al público y que suponen un incremente del 20 por ciento de las obras expuestas hasta el momento.
El director adjunto de conservación del Prado, Gabriele Finaldi, destacó la importancia de esta colección, que "se asienta ya en su casa" y recupera un capítulo importante de la historia del arte pues la escuela del XIX es "rica, variada, valiente y con un marcado carácter internacional".
Por su parte, el jefe de conservación de la pintura del siglo XIX, José Luis Díez, ha recordado las idas y venidas de las obras del siglo XIX en el Prado, desde su primera salida en 1896, su posterior regreso en los años setenta al Casón del Buen Retiro, hasta la última exposición el año pasado de una selección de obras que regresaban a las salas de la pinacoteca después de 12 años "guardadas".
fecha histórica "Estamos ante una fecha histórica que todos los manuales de historia del arte tendrán que reflejar", afirmó Díez, quien subrayó que esta ampliación "afectará a la propia historia del arte y cambiará la propia museística". La colección del siglo XIX, presente en el Prado desde su inauguración en 1819 y ubicada en el Edificio Villanueva de la pinacoteca, se presenta cronológicamente y en función de diferentes tendencias y géneros que se sucedieron a lo largo del siglo. El recorrido arranca en la galería central de la planta baja con las últimas obras neoclásicas de Francisco de Goya como la Marquesa de Villafranca o la Marquesa de Santa Cruz para adentrarse en el ochocintos con pinturas de Federico de Madrazo, Antonio María Esquivel, Eduardo Rosales o Fortuny y Rico, y concluir con Joaquín Sorolla.
Espero que la información que he recopilado de las nuevas salas dedicadas al arte español del siglo XIX en el Museo del Prado os resulte interesante.
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Puerta principal del Museo del Prado.
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Edificio Villanueva del Museo del Prado.
El Museo del Prado reordena el esplendor del siglo XIX en doce nuevas salas y 176 obras
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El Museo del Prado presentó en Otoño de 2009 las doce nuevas salas dedicadas a las colecciones del siglo XIX, que ofrecen, por primera vez un recorrido cronológico y continuo desde los albores del Románico hasta el despertar de las vanguardias. Este proyecto, que se abre este martes al público, constituye uno de los hitos más importantes de la historia del Museo.
Un paseo por el arte español desde las últimas obras de Goya hasta Sorolla a través de 176 obras, algunas de ellas nunca vistas. "Nunca antes se ha mostrado un recorrido tan completo de la colección, que sitúa al Museo del Prado a las puertas del siglo XX", señaló hoy su director, Miguel Zugaza, orgulloso de esta nueva "puesta en escena de las colecciones" del siglo XIX, que incluye un repaso de las principales tendencias y géneros del arte a través de 152 pinturas, dos acuarelas, veintiuna esculturas y una maqueta del museo.
Tras la recuperación que supuso la exposición inaugural de la ampliación del museo, 'El Siglo XIX en el Prado', visitada por más de un millón de personas, las obras de los grandes maestros españoles del siglo XIX se incorporan definitivamente al discurso histórico del Museo junto a los maestros del pasado en las nuevas salas del edificio Villanueva.
Según explicó el director adjunto de Conservación del Museo del Prado, Gabriele Finaldi, este nuevo discurso expositivo supone un "magnifica narración compacta y fértil" del arte del siglo XIX, abanderado por maestros como Eduardo Rosales, Madrazo, Antonio Maria Esquivel o Mariano Fortuny.
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Vista de las nuevas salas del Museo del Prado dedicadas a las colecciones del siglo XIX, con las que la pinacoteca superará la barrera temporal de Goya y prolongará el recorrido del visitante con obras de Sorolla, Fortuny, Madrazo y Rosales.
EL FIN DE UN DESTIERRO
Para José Luis Díez, jefe de Conservación de pintura del siglo XIX, esta muestra supone el "final de un destierro" de más de un siglo de duración desde que salieron del edificio Villanueva en 1886 y tras permanecer más de diez años guardadas en los almacenes del Museo.
Junto a estos clásicos de la pintura moderna, el Prado exhibirá nuevas obras nunca antes expuestas como 'El coracero francés' de José de Madrazo, adquirida este mismo verano, 'Penitentes en la Basílica inferior de Asís' de José Jiménez Aranda, adquirida en 2001, o 'Gran paisaje' (Aragón) de Francisco Domingo Marqués o 'La niña María Figueroa' vestida de menina de Joaquín Sorolla, adquiridas ambas en el año 2000.
La reordenación de las colecciones del siglo XIX concluye con un nuevo concepto expositivo: una la sala 'temporal', la 60, que está concebida como un instrumento para exponer de forma periódica conjuntos singulares del siglo XIX seleccionados entre los fondos que se han integrado en este recorrido.
Los evocadores paisajes de Beruete inauguran esta propuesta de sala "temporal" que pone broche al discurso expositivo de las nuevas salas de la pintura decimonónica. Aureliano de Beruete y Moret (1845-1912) es, junto a Joaquín Sorolla, el artista más destacado con el que culminan las colecciones de pintura española del Museo. En la sala se exponen los mejores paisajes que conserva el Prado de este artista.
Las colecciones del siglo XIX en el Prado superan ya los 3000 cuadros, según apuntó hoy Javier Barón, jefe de Departamento de pintura del siglo XIX, quien recordó que muchas de estas obras están visibles en diferentes museos españoles gracias al Programa de 'El Prado Disperso'.
Doce nuevas salas permitirán recorrer, por primera vez, la historia del arte español desde el Románico hasta los maestros decimonónicos. En la imagen Retrato de Goya, pintado por Vicente López.
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José Álvarez Cubero - Isabel de Braganza, reina de España. 1826. Mármol de Carrara, 145 x 77 x 140 cm - 1437,5 kg. Museo Nacional del Prado. Estatua a tamaño natural de la reina Isabel de Braganza (1797-1818) segunda esposa de Fernando VII (1784-1833) realizada a título póstumo.
ARRANQUE EN EL NEOCLASICISMO
Este nuevo discurso narrativo, que se inaugura mañana en el Museo del Prado, arranca en la galería central de la planta baja en una sala titulada con el epígrafe de 'Goya. Neoclasicismo y Clasicismo Académico', presidida por la escultura de Isabel de Braganza, número uno del catálogo de esculturas del Museo y reina fundadora del Prado. Con esta pieza , la sala recupera su misión original dotando de protagonismo a la escultura al incluir trece piezas.
En este sentido, Leticia Azcue, Jefe de Conservación de escultura y artes decorativas explicó que se ofrece al visitante un paseo por las tendencias más significativas en el arte escultórico, que se inicia en la primera sala con los "nombres indispensables del Neoclasicismo español".
Asimismo, indicó que la reordenación de las colecciones del siglo XIX ha permitido "rescatar de cierto olvido" la escultura presente en el Museo del Prado.
El recorrido por el siglo XIX continúa con la sala dedicada al Romanticismo, que agrupa la obra de los principales ejemplos de esta corriente: Leonardo Alenza, Eugenio Lucas y Antonio María Esquivel.
Tras ellos, se exhibe la obra de Federico de Madrazo, que fue el artista español más influyente de todo el panorama cultural de su época gracias a su formación y su posición privilegiada en la Corte como pintor de Cámara. Acompaña a las mueve pinturas de Madrazo, la sensual escultura de Sabino de Medina, 'La ninfa Eurídice mordida por la víbora'.
SALA TEMÁTICA PARA ROSALES
A continuación, el Prado ha destinado una sala temática a la figura de Eduardo Rosales (1836-1873), con siete obras del pintor y su famoso lienzo 'Doña Isabel la Católica dictando su testamento' como protagonista. Está presenta también en la sala la 'Rendición de Bailén' de Casado del Alisal, autor que como Rosales tuvo a Velázquez como punto de referencia en su pintura.
Tras la primera sala que el Prado ha titulado como 'Pintura de Historia' con la gran escultura de Agustín Querol, Sagunto, el recorrido da paso a Fortuny y Rico, antesala de Raimundo de Madrazo, para adquirir un tono más intimista con el Paisaje Realista protagonizado por Carlos de Haes.
Tras exponentes claros del Naturalismo como Pinazo y Muñoz Degrain, se abre la segunda generación de pintores de historia con algunas de las pinturas más impresionantes de las colecciones modernas del Museo como el 'Fusilamiento de Torrijos', de Antonio Gisbert.
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La ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, y el director del Museo del Prado, Miguel Zugaza visitando en 2009 las nuevas salas dedicadas a los pintores españoles del siglo XIX. En primer plano una obra de Sorolla.
SOROLLA Y SUS LIENZOS UNIVERSALES
Joaquín Sorolla concluye este nuevo recorrido de visita a las colecciones del Prado con lienzos tan universales como 'Chicos en la playa' y '`Aún dicen que el pescado es caro!' para abrir paso a la sala de presentación de colecciones, dedicada en esta ocasión a Aureliano Beruete.
Respecto a la presencia de artistas europeos, aunque de momento más reducida, destacan las esculturas de Antonio Cánova Venus y Marte y Bartolomeo Thorwaldsen Hermes, además de pinturas características de David Roberts, Alma Tadema o Meissonier.
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http://www.rtve.es/mediateca/videos...do/599477.shtml

Un nuevo siglo en el Museo del Prado
Desde el último Goya hasta Sorolla, el recorrido de la colección se amplía con 12 nuevas salas y 176 obras. El Museo ha presentado hoy sus doce nuevas salas dedicadas a las colecciones del siglo XIX, un avance fundamental del plan de colecciones denominado La colección: La otra ampliación. La apertura de estas nuevas salas constituye uno de los hitos más importantes de este proyecto tanto porque suman a la colección permanente casi doscientas obras, incluidas algunas nunca expuestas hasta ahora, como porque, desde este momento -y por primera vez-, el itinerario de la visita al Prado recorrerá de forma completa e ininterrumpida el discurso histórico del arte español desde el Románico hasta los maestros modernos del siglo XIX.
El Museo del Prado presenta un nuevo y fundamental avance del plan de reordenación de colecciones con la incorporación a su colección permanente de ciento setenta y seis obras de las colecciones del siglo XIX -ciento cincuenta y dos pinturas, dos acuarelas, veintiuna esculturas y una maqueta- que cierran su discurso histórico permitiendo que el Prado se muestre ahora más completo que nunca.
Tras la recuperación que supuso la exposición inaugural de la ampliación del museo, El Siglo XIX en el Prado, visitada por más de un millón de personas, las obras de los grandes maestros españoles del siglo XIX se incorporan definitivamente al discurso histórico del Museo junto a los maestros del pasado. La generosa representación de obras del ochocientos completa particularmente la narración de la historia del arte español en el Prado, que se inicia con la pintura románica de San Baudelio de Berlanga del siglo XII y que ahora se prolonga a través de la obra de Sorolla hasta principios del siglo XX, en estricta contemporaneidad con las primeras vanguardias.
Esta colección de pintura moderna, presente en el Prado desde su inauguración en el año 1819, se ha ido incrementando mediante significativas incorporaciones, algunas de ellas muy recientes y que se exponen ahora por primera vez en el Museo como El coracero francés de José de Madrazo, adquirida este mismo verano, Penitentes en la Basílica inferior de Asís de José Jiménez Aranda, adquirida en 2001, o Gran paisaje (Aragón) de Francisco Domingo Marqués o La niña María Figueroa vestida de menina de Joaquín Sorolla, adquiridas ambas en el año 2000.
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Puerta Goya del Museo del Prado. Madrid
El recorrido de esta colección se articula en doce salas ordenadas cronológicamente y en función de las diferentes tendencias y géneros que se sucedieron a lo largo del siglo XIX y que concluye definitivamente con un nuevo concepto expositivo: la sala de presentación de colecciones, una sala de estudio o de carácter temático que permitirá –a través de una instalación temporal- mostrar periódicamente conjuntos de obras que hasta el momento no se han podido ver y que se inaugura ahora con una amplio conjunto de paisajes de Aureliano Beruete donados al Museo por la familia del artista.
El discurso arranca en la galería central de la planta baja, consagrada a los artistas del primer tercio de siglo que estuvieron estrictamente ligados al arte cortesano y a la apertura del Museo del Prado en 1819. La nueva galería, bajo el epígrafe Goya. Neoclasicismo y Clasicismo Académico, se abre con la gran escultura de Isabel de Braganza –número uno del catálogo de esculturas del Museo-, reina fundadora del Prado que preside este gran espacio, tal y como lo ha hecho históricamente a la entrada del Museo. Además, la sala recupera su misión original dotando de protagonismo a la escultura al incluir catorce piezas escultóricas más. Adquieren también especial relevancia en esta sala los retratos de la reina y su esposo Fernando VII, por su relación con los orígenes del Museo, que conviven con los últimos cuadros de Goya neoclásicos, como la Marquesa de Villafranca o la Marquesa de Santa Cruz, y los de sus contemporáneos, como Vicente López con su emblemático Retrato del pintor Francisco de Goya.
El recorrido continúa con la sala dedicada al Romanticismo, que agrupa la obra de los principales ejemplos de esta corriente: Leonardo Alenza, Eugenio Lucas y Antonio María Esquivel. Tras ellos, Federico de Madrazo, dando paso a otra sala dedicada al gran maestro Eduardo Rosales, presidida por su famoso lienzo Doña Isabel la Católica dictando su testamento como protagonista.
Tras la primera sala de Pintura de Historia con la gran escultura de Agustín Querol, Sagunto, el recorrido da paso a Fortuny y Rico, antesala de Raimundo de Madrazo, para adquirir un tono más intimista con el Paisaje Realista protagonizado por Carlos de Haes. Tras exponentes del Naturalismo como Pinazo y Muñoz Degrain, se abre la segunda generación de pintores de historia con algunas de las pinturas más impresionantes de las colecciones modernas del Museo como el Fusilamiento de Torrijos, de Antonio Gisbert.
Joaquín Sorolla concluye este nuevo recorrido de visita a las colecciones del Prado con lienzos tan universales como Chicos en la playa y ¡Aún dicen que el pescado es caro! para abrir paso a la sala de presentación de colecciones, dedicada en esta ocasión a Aureliano Beruete.
Por su parte, la presencia de artistas europeos, aunque de momento más reducida, significa un contrapunto imprescindible al desarrollo de la prácticas artísticas de la centuria en España. Entre las obras más destacadas se encuentran las esculturas de Antonio Cánova Venus y Marte y Bartolomeo Thorwaldsen Hermes, además de pinturas características de David Roberts, Alma Tadema o Meissonier, entre otros.
El plan de reordenación de colecciones La Colección: La otra ampliación constituye uno de los proyectos prioritarios del Plan de Actuación 2009-2012 del Museo. Dicho proyecto contempla un incremento de alrededor de un 50% de obras expuestas a lo largo de sus cuatro años de desarrollo. La apertura de las nuevas salas dedicadas al siglo XIX presentadas hoy supone aproximadamente una ganancia de alrededor de un 20% respecto al número de obras expuestas hasta el momento.
(Texto: Fundación Amigos del Museo del Prado)
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Imagen de La era o El verano, de Goya, 1786. Sala de cartones. Museo del Prado.
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Ver salas dedicadas a las colecciones del Siglo XIX
Algunas imágenes de las obras expuestas del siglo XIX en el Prado
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Sala 60. Los paisajes de Aureliano Beruete (1845-1912), en un montaje que evoca la exposición-homenaje organizada por su amigo Joaquín Sorolla en su propia casa con motivo de su fallecimiento.
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Aureliano de Beruete. Vista de Madrid desde la pradera de San Isidro, lienzo 62 x 103 cm. Museo del Prado
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Aureliano de Beruete. Orillas del Manzanares, 1878. Museo del Prado. Madrid
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Aureliano Beruete. Paisaje de Otoño (Madrid) 1910. Óleo sobre lienzo, 66 x 95 cm. Museo del Prado. Madrid
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Aureliano Beruete. Venta del Macho (Toledo) 1910. Óleo sobre lienzo, 39 x 50 cm. Museo del Prado. Madrid
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Aureliano Beruete. Vista de Cuenca, 1910. Óleo sobre lienzo, 66 x 88,5 cm. Museo del Prado. Madrid

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Aureliano Beruete. Orillas del Manzanares. 1878. Óleo sobre lienzo, 82 x 149 cm. Museo del Prado. Madrid

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Joaquín Sorolla. El pintor Aureliano Beruete. 1902. Óleo sobre lienzo, 115,5 x 110,5 cm. Museo del Prado. Madrid
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Sala 60a. Espacio consagrado a Joaquín Sorolla (1863-1923) a través de diez destacadas obras, acompaña en la sala la delicada escultura de Mariano Bennlliure "Canto de amor". Entre las pinturasi má aquí expuestas, puede destacarse ¡Aún dicen que el pescado es caro!, obra cumbre del realismo social en España; Chicos en la playa, uno de los lienzos más conocidos de las colecciones modernas del Museo y por la primicia de su presentación en el Prado, La niña María Figueroa vestida de menina, pintura inacabada adquirida en el año 2000 que interpreta la obra velazqueña.
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Joaquín Sorolla. Chicos en la playa. 1910. Óleo sobre lienzo, 118 x 185 cm. El pintor valenciano es uno de los inductores de la modernidad en España con sus brochazos de luz y el uso de colores muy vivos.
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Joaquín Sorolla. Y aún dicen que el pescado es caro, 1894. Óleo sobre lienzo, 151.5 × 204 cm. Museo del Prado, Madrid.
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Joaquín Sorolla. La actriz Doña María Guerrero como "Dama boba". Óleo sobre lienzo. 1.31 x 1.20 cm. Museo del Prado
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Mariano Benlliure. Canto de amor, 1900-01, mármol, 126 x 60 x 73 cm. Museo del Prado
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Sala 61. Pintura de Historia I. Incluye seis monumentales obras creadas para la exaltación de los valores nacionales entonces emergentes, temática que se convirtió en la preferida de la escena artística oficial durante la segunda mitad del siglo XIX con...
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Francisco Pradilla. Doña Juana la Loca, 1877. Museo del Prado. Es din duda uno de los ejemplos más destacados de la sala. Es una de las obras más impactantes del género histórico. Representa el viaje de doña Juana acompañando el féretro de su marido, Felipe el Hermoso.
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Agustín Querol. Sagunto, 1886, mármol, 230 x 120 x 94 cm. Museo del Prado. Una madre hunde en su pecho un puñal, con el que previamente ha dado muerte a su hijo, para impedir ser capturados por los soldados cartagineses que, mandados por Aníbal, asediaban Sagunto, ciudad protegida por Roma durante la Segunda Guerra Púnica, hacia el año 218 a. C. Realizada en Roma, la escultura combina un estudio realista con una fuerte carga expresiva y dramática.
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Lorenzo Valles. Demencia de Doña Juana de Castilla. 1866, óleo sobre lienzo, 238 x 313 cm. Fue uno de los temas que más fascinaron a los pintores de historia del siglo XIX. Una historia de amor con muerto incluido, y encima cierta y ocurrida entre reyes. La representación de la muerte y la agonía fueron las imágenes preferidas por los artistas para intensificar el dramatismo de sus obras. Una y otra vez la muerte se vuelve la protagonista de los grandes cuadros de historia del siglo XIX español.
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Manuel Domínguez. Séneca, después de abrirse las venas, se mete en un baño y sus amigos, poseídos de dolor, juran odio a Nerón que decretó la muerte de su maestro. 1871. Óleo sobre lienzo, 270 x 450 cm.
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Alejandro Ferrant. El entierro de San Sebastián. 1877. Óleo sobre lienzo, 305 x 430 cm.
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Dióscoro Puebla. Las hijas del Cid, del Romance XLIV del "Tesoro de Romanceros". 1871. Óleo sobre lienzo, 232 x 308 cm.
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Sala 61a, Pintura de Historia II. La segunda sala dedicada a la pintura de historia nos presenta cinco decisivos cuadros de los pintores jóvenes del último tercio del siglo XIX que utilizan las composiciones históricas para triunfar, conscientes de la importancia de este género en la Exposiciones Nacionales.
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Antonio Gisbert. Fusilamiento de Torrijos (Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga) Una obra maestra y un manifiesto político en defensa de la libertad. Cuando Gisbert pintó en 1888 este cuadro realizó un alegato en defensa de la libertad, gritando contra el autoritarismo. No debemos olvidar que Gisbert estaba vinculado al partido progresista por lo que este gran lienzo se convertiría en icono de su tiempo. El cuadro fue encargado por el gobierno liberal de Práxedes Mateo Sagasta, durante la regencia de María Cristina, para servir de ejemplo de la defensa de las libertades a las generaciones futuras. José María Torrijos (1791-1831) había sido capitán general de Valencia y ministro de la Guerra durante el Trienio Liberal, teniendo que exiliarse al recuperar Fernando VII el poder. Desde su exilio en Inglaterra intentó en varias ocasiones sublevarse contra el monarca. El gobernador Vicente González Moreno le ofreció su apoyo si embarcaba desde Gibraltar hacia Málaga con 60 de sus más allegados hombres, apoyo que se convirtió en traición por lo que Torrijos y sus compañeros fueron abordados por un guardacostas y obligados a desembarcar en Fuengirola. Tras su apresamiento, el 11 de diciembre de 1831 fueron fusilados en las playas malagueñas, por delito de alta traición, sin juicio previo.
En esta obra, Gisbert recurre al purismo academicista, empleando un firme y seguro dibujo así como una simple pero no por menos estudiada composición. Los prisioneros que van a ser ejecutados se alinean en pie y maniatados, de frente al espectador, esperando el próximo momento de la muerte. Torrijos encabeza el grupo y se dispone en el vértice, cogiendo de las manos a dos de sus compañeros, Flores Calderón, vestido con clara levita, y el anciano Francisco Fernández Golfín, ex ministro de la Guerra, que está siendo vendado por el fraile. Conocemos a tres de los personajes que se sitúan a la derecha de Flores Calderón: el coronel López Pinto, el oficial inglés Robert Boyd y Francisco Borja Pardio, los dos últimos con la mirada baja. El conjunto se conforma por los frailes que tapan los ojos a aquéllos que lo solicitan mientras uno de ellos lee en voz alta textos sagrados, mientras que en primer plano se hallan los cadáveres de los primeros ajusticiados, recurso de inevitable recuerdo goyesco. El fondo está ocupado por los soldados que esperan las órdenes para continuar con la ejecución.
Uno de los elementos más interesantes de la composición es la facilidad de Gisbert para mostrar las sensaciones a través de los gestos de los personajes: preocupación, rabia, desaliento, resignación, desafío, etc. También debemos destacar el encuadre empleado por el maestro, dejando fuera de campo algunos de los cadáveres, manifestando una clara influencia de la fotografía. El empleo de una gama de color fría subraya la sensación desapacible de la escena y lo terrible del desenlace.
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Antonio Muñoz Degrain. Los amantes de Teruel. 1884. Óleo sobre lienzo, 330 x 516 cm. Museo del Prado. El cuadro fue presentado a la Exposición Nacional de 1884, consiguiendo la Primera Medalla, siendo adquirido por el Museo del Prado en 9.000 pesetas.
En Italia Muñoz Degrain realizará uno de sus primeros cuadros de historia. En él narra el amor imposible de doña Isabel Segura con el archiempobrecido noble don Juan Martínez de Mansilla en el año 1212. El caballero se había marchado en busca de fortuna y la doncella esperó cinco largos años a su amado, siendo obligada por su padre a contraer matrimonio con don Rodrigo de Azara. En ese preciso instante llegó don Juan a Teruel para ver el enlace matrimonial de su amada, solicitándola posteriormente un beso. Ante la negativa de la recién desposada, el amante se murió. Acto seguido también falleció doña Isabel.
Lo que vemos en el cuadro de Muñoz es el interior de la iglesia turolense de San Pedro, donde yace el cuerpo sin vida de don Diego, amortajado con el traje de guerrero con el que había regresado de su aventura en búsqueda de riquezas, colocado en un sencillo féretro que se ubica sobre un catafalco, adornado con rosas y coronas de laurel como homenaje a las glorias y los triunfos del caballero. Sobre su pecho reposa la cabeza de su amada; Isabel acaba de exhalar su último suspiro, tras besar los labios de su eterno e imposible amor. La dama va vestida aún con los lujosos ropajes de sus recientes desposorios. Junto a ella observamos un candelero con su velón humeante, volcado por la novia al precipitarse sobre el cadáver de su amado. La escena es contemplada con curiosidad y ternura por dos dueñas y el resto del cortejo fúnebre, apenas distinguible en la penumbra formada por el velo que cubre el gran ventanal del fondo del templo. En esa misma zona se aprecia al oficiante, que se ha girado bruscamente para observar el suceso.
Las novedades que aporta Muñoz Degrain en esta pintura serán muy interesantes para el género de la pintura de historia: la interpretación expresionista de la materia pictórica y el exultante colorido resaltado por la luz mediterránea. El pintor ha conseguido plasmar el denso y casi asfixiante ambiente que hay en el interior de la iglesia, pudiendo casi observarse la mezcla del humo de los cirios, el aroma desprendido por el incensario, las flores marchitas y la lámpara de aceite, apreciándose casi la respiración de los asistentes al desdichado suceso.
Degrain muestra la escena desde un punto de vista oblicuo con el fin de acentuar la profundidad espacial, iluminando fuertemente la escena de primer plano para resaltar a los protagonistas, centrando en éstos la intensidad dramática del asunto. Emplea una pincelada amplia y jugosa, con toques enérgicos y empastados, recurriendo a pinceladas de colores puros, sin renunciar a las calidades táctiles de las telas como la transparencia del velo de la novia, la brillantez del raso, la gruesa alfombra o los terciopelos de los trajes de las plañideras. Mientras, las figuras del fondo apenas están sugeridas, trabajadas con gruesas pinceladas, sin apenas matizar.
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Antonio Muñoz Degrain. Desdémona. Museo del Prado
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José Moreno Carbonero. Conversión del duque de Gandía. También conocido como: Francisco Borja ante el féretro de Isabel de Portugal. 1884. Características: 315 x 500 cm. Museo del Prado. Gracias al lienzo protagonizado por el príncipe don Carlos de Viana, Moreno Carbonero consiguió la ansiada pensión para estudiar en Roma y París. Como estudio de segundo año de pensionado realizó el lienzo que contemplamos, enviado a la Exposición Nacional de 1884, obteniendo de nuevo la primera medalla. El cuadro presenta la renuncia al mundo de don Francisco de Borja, marqués de Lombay y duque de Gandía, tras contemplar el putrefacto cadáver de doña Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, fallecida en Toledo el 1 de mayo de 1539. Su cuerpo fue conducido a Granada por expresa orden de la finada, sucediéndose en esa ciudad andaluza la escena que Moreno representa. La belleza de la emperatriz cautivó a toda la Corte, especialmente al duque de Gandía, encargado de trasladar el cadáver a su lugar de enterramiento y entregarlo a los monjes. Cuando el féretro fue abierto y el duque contempló el cuerpo descompuesto de su señora, pronunció la famosa frase "Nunca más serviré a un señor que se me pueda morir", ingresando años después en la Orden de Jesús, llegando a ser canonizado. El marqués aparece representado en el centro de la composición, inclinando su cabeza sobre un gentilhombre al que abraza. Tras estas figuras contemplamos a un canónigo mientras varios hombres y mujeres se pierden en la penumbra. La zona derecha está ocupada por el féretro, colocado sobre un túmulo que se cubre con un grueso paño decorado con el águila imperial bordada. El féretro es abierto por un hombre que se tapa la nariz para evitar el hedor, observándose el rostro aún bello de líneas de la emperatriz, a pesar de su avanzado estado de descomposición. La emperatriz lleva las manos sobre su pecho y un velo blanco y vaporoso cubre parte de su rostro. Un niño mira al cadáver con espanto y a su lado, una dama se cubre la cara con las manos. Carbonero domina el dibujo y la reproducción fiel al tacto de las diferentes superficies, empleando una materia pictórica jugosa y suelta que recuerda a los grandes maestros del Barroco español. También llaman la atención los espléndidos retratos de algunos personajes, así como la correcta iluminación dramática que envuelve la cripta, penetrando por el ventanal visible en el lado izquierdo y por un foco ajeno a la composición. En el estilo empleado por Carbonero encontramos ecos de Pradilla.
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José Moreno Carbonero. El príncipe don Carlos de Viana. 1881. Óleo sobre lienzo 310 x 242 cm. Museo del Prado. Madrid. A la Exposición Nacional de 1881 presentó Moreno Carbonero este lienzo, consiguiendo una primera medalla. El lienzo nos presenta al príncipe don Carlos (1421-61), hijo primogénito de Juan II de Aragón y Blanca de Navarra, heredero al trono de ambos reinos. El príncipe cayó en desgracia tras las segundas nupcias de su padre con doña Juana Enríquez, madre de Fernando el Católico. La popularidad del príncipe en Cataluña motivaría que fuese hecho prisionero por orden real. El saberse despreciado para la sucesión a la corona y el fracaso de los distintos pactos y tratados auspiciados por él, le llevaron a aceptar con resignación su sino y retirarse de la política para llevar una vida dedicada al estudio y la lectura, huyendo a Francia en primer lugar y posteriormente a Nápoles, donde se refugió en un monasterio cercano a la localidad de Mesina, lugar en el que el pintor emplaza al personaje. Don Carlos viste un grueso manto de pieles y se adorna con un gran medallón al cuello, apareciendo en la soledad de la biblioteca conventual, sentado en un sitial de estilo gótico, con la única compañía de su fiel perro a los pies. El príncipe parece pensativo, con gesto de amargo desencanto, recostado sobre un almohadón al tiempo que apoya su pie izquierdo en otro, con la mirada perdida mientras sostiene en la mano un legajo que acaba de leer. Ante él se observa un gran libro en un atril, destacando la librería del fondo, con grandes tomos encuadernados, ocupando el primer plano varios rollos de documentos y grandes volúmenes. El pintor ha reducido la narración a una sola persona, al protagonista, concentrando su atención en mostrar la personalidad interior del personaje, melancólico e introvertido, y en los elementos accesorios que envuelven su figura y que adquieren un protagonismo tan destacado como el propio príncipe. Todos los objetos que le rodean introducen al espectador en el ambiente de abandono, concibiendo todo el conjunto de manera vetusta, de tal manera que hasta los colores son austeros. La luz está muy bien estudiada y la pincelada empleada por el pintor es bastante rápida y empastada, siguiendo el estilo de Pradilla. El lienzo fue adquirido por el Museo del Prado por 5.000 pesetas.
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Emilio Sala Francés. Expuslión de los judíos (año de 1492). 1889. Óleo sobre lienzo. 313 x 281 cm. Museo del Prado.
La escena representa una supuesta audiencia que los Reyes Católicos concedieron al máximo representante judío tras la orden de expulsión de su pueblo. Según la tradición literaria el inquisidor Torquemada irrumpió en la audiencia arrojando un crucifijo sobre la mesa y exclamando que no debía de aceptarse el dinero que el judío ofrecía para evitar la expulsión, comparándolo con el dinero con el cual Judas traicionó a Cristo.
Sala realizó el cuadro durante su estancia en París, ciudad donde el tema no fue plenamente comprendido. En Madrid, chocó por la modernidad de sus planteamientos, en contraposición a lo trasnochado del argumento histórico, ya no tan en boga en el momento en que fue realizada la pintura.
La riqueza decorativa, y la elegancia de algunas figuras recuerda a la pintura parisina del momento. El formato vertical, inusitado para el tema histórico, es otro aspecto novedoso. El colorido, encendido y brillante junto con la utilización atmosférica de la luz, adelantan lo mejor del luminismo valenciano de fin de siglo.
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Sala 61b, Rosales. Esta sala temática está dedicada a la figura de Eduardo Rosales (1836-1873), con siete obras del pintor y la conocida Rendición de Bailén de Casado del Alisal. Acompañan estas pinturas la escultura de Agapito Vallmitjana, Cristo yacente.
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Retrato de Eduardo Rosales, 1867 obra de Federico de Madrazo, Óleo sobre lienzo. 46,5 x 37 cm. Museo del Prado
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Eduardo Rosales. Desnudo femenino, o Al salir del baño. Hacia 1869. Óleo sobre lienzo, 185 x 90 cm. Museo del Prado
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Eduardo Rosales. Tobías y el Ángel. 1858-63. Óleo sobre lienzo, 198 x 118 cmMuseo del Prado
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Eduardo Rosales - Doña Isabel la Católica dictando su testamento. 1864. Óleo sobre lienzo, 290 x 400 cm. Museo del Prado.
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Eduardo Rosales. La muerte de Lucrecia. 1871. Óleo sobre lienzo, 258 x 347 cm. Museo del Prado.
Tras ser violada por Tarquinio, hijo del rey de Roma, Lucrecia se da muerte ante su padre y su esposo, quienes sostienen su cuerpo, mientras su primo Bruto con el puñal ensangrentado en la mano, clama venganza.
Rosales volvió en esta ocasión a la historia clásica para abordar una pintura, aludiendo a los acontecimientos que, tras la venganza de Bruto, supusieron el paso de la Monarquía a la República en la antigua Roma.
Presentada a la Exposición Nacional de 1871 logró una primera medalla gracias a la modernidad con que fue abordada. La técnica de ancha factura y golpes de pincel muy empastado, no está reñida con un dibujo firme y fuerte. Por otro lado la emocionante utilización de la luz en claroscuro, resaltando las figuras pero dejando en penumbra la estancia, contribuyen a crear el efecto dramático deseado y convirtiendo esta pintura en una de las más notables del artista.
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Eduardo Rosales. 1869. Présentation de Don Juan de Austria a Carlos V. Óleo sobre lienzo, 76 x 123 cm. Museo del Prado.
Ignorante hasta entonces de su parentesco, un jovencísimo don Juan de Austria, conoce la identidad de su verdadero padre, el emperador Carlos V, a quien es presentado por su tutor en el Monasterio de Yuste.
Rosales reconstruye este hecho histórico en un cuadro realizado tras una profunda reflexión formal e histórica. La composición dividida en dos grupos refleja el abismo psicológico y emocional que separa al joven de la figura majestuosa del emperador. El colorido aplicado con brillantez, la pincelada breve y abundante, el dibujo preciso y la habilidad compositiva, son características que hacen de ésta una de sus mejores pinturas. Realizado en un formato inusual para la pintura de historia por su pequeño tamaño, Rosales se preocupó mucho por la reconstrucción histórica precisa, tanto de los trajes, como del escenario palaciego. Prueba es la incorporación en el fondo del Cristo y la Dolorosa de Tiziano, cuadros que efectivamente Carlos V trasladó al Monasterio de Yuste durante su retiro.
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José Casado del Alisal. La rendición de Bailén. 1864. Óleo sobre lienzo, 500 x 338 cm. Museo del Prado, típica pintura de historia con claras alusiones a la obra de Velázquez. Es representativo del género "realismo retrospectivo": gran tamaño, luz velazqueña, actitud variada en los personajes y una notable verosimilitud general.
Representación de la primera derrota de los ejércitos napoleónicos a manos de las tropas españolas, firmada en Bailén (Jaén) el 19 de julio de 1808.
La composición, cuya fuente fundamental fueron Las lanzas de Velázquez (P01172), muestra a la izquierda al ejército español al mando del general Castaños (1756 - 1852) y, a la derecha, a los vencidos franceses encabezados por el general Pierre Dupont (1765 - 1838). Al fondo, el campo de batalla todavía humeante.
El cuadro fue realizado en París, donde Casado del Alisal pudo documentarse más fácilmente sobre los uniformes franceses.
En cuanto a la técnica, destaca la sólida base de dibujo y la gran calidad retratística, pudiéndose reconocer a todos los altos mandos representados.
Este cuadro fue adquirido para sí por la reina Isabel II. Alfonso XIII lo donó en 1921 al desaparecido Museo de Arte Moderno, desde donde pasó a las colecciones del Museo del Prado.
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Agapito Vallmitjana, Cristo yacente. 1872, Mármol, 43 x 216 x 72 cm. Según fuentes del Prado, para la realización de esta escultura actuó como modelo el pintor Eduardo Rosales, gran amigo del artista.
Con esta obra, Agapito testimonia su especial dedicación a la escultura religiosa, que enlaza con la tradición española de cristos yacentes, especialmente de Gregorio Fernández, y con la tradición clásica de las bacantes dormidas, pero absolutamente filtradas por una visión realista y severa, de excepcional perfección técnica, con una nobleza que resulta habitual en la visión romántica del Cristo hombre, abandonado, rendido y trágico, tan distante del Cristo triunfante, que se centra en la individualidad. Su serenidad clásica y su sensibilidad, así como el reflejo del concepto del decoro, quedan patentes en esta obra. Es una muestra única de la síntesis entre el sentimiento y la técnica, en el tratamiento de un tema tan del gusto del romanticismo del hombre, la individualidad vencida, que sirve para trasmitir el recogimiento y la piedad a través del virtuosismo y su rigurosa plasticidad.
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Sala 62, Fortuny y Rico. Dedicada a Mariano Fortuny (1838-1874) y su círculo, esta sala acoge quince obras. El deslumbrante éxito de Fortuny en la Europa de su tiempo lo convirtió en uno de los protagonistas más relevantes del panorama artístico internacional. Su pintura, brillante y preciosista alcanzó mayor reputación con escenas de género y con otras inspiradas en el norte de África y Oriente.
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Mariano Fortuny. Viejo desnudo al sol. Óleo sobre lienzo, 76 x 60 cm. Museo del Prado. La representación del torso desnudo de un viejo, fuertemente iluminado por los rayos del sol fue un tema muy trabajado por el pintor, para estudiar la incidencia de la luz sobre fondos oscuros.
La obra como es habitual en las pinturas de Fortuny, muestra diferentes grados de acabado en su superficie. La parte inferior, está tan solo esbozada mientras que la cabeza del modelo, en la parte superior, muestra un trabajo más profundo de extraordinaria naturalidad, favorecido por el estudio de la luz que ofrece zonas contrastadas de claros y sombras.
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Mariano Fortuny. Desnudo en la playa de Portici. 1874. Óleo sobre tabla, 13 x 19 cm. Museo del Prado
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Mariano Fortuny. Las Reinas María Cristina e Isabel II pasando revista a las tropas liberales. Museo del Prado
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Mariano Fortuny. Los hijos del pintor en el salón japonés. 1874. Son Mª Luisa y Mariano, hijos de Fortuny. el lienzo era un regaloa a su abuelo, Federico de Madrazo. Museo del Prado
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Martín Rico. La torre de las damas, en la Alhambra de Granada. 1871. Óleo sobre lienzo, 63,5 x 40 cm. Museo del Prado
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Martín Rico. Vista de París desde el Trocadero. 1883. Óleo sobre lienzo, 79 x 160 cm. Museo del Prado
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Sala 62a, Naturalismo. Espacio dedicado a los autores del último cuarto del siglo XIX herederos de Rosales y Fortuny en una época en la que empiezan a tener protagonismo los centros artísticos regionales entre los que destacó la escuela valenciana, con Muñoz Degrain, Francisco Domingo Marqués, Emilio Sala e Ignacio Pinazo, artistas que abordaron diversos géneros, como el retrato y el paisaje, consiguiendo cotas de gran modernidad.
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Francisco Domingo Marqués. Gran paisaje (Aragón) Óleo sobre lienzo, 300 x 232 cm. Museo del Prado.
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Ignacio Pinazo. La lección de memoria. 1898. Óleo sobre lienzo, 107 x 107 cm. Museo del Prado.
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Antonio Muñoz Degrain. Antes de la boda. 1882. Óleo sobre lienzo, 119 x 96 cm. Museo del Prado.
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Sala 62b, Federico de Madrazo. Esta sala monográfica dedicada a Federico de Madrazo (1815-1894), el artista español más influyente de todo el panorama cultural de su época. Profundamente influido por su experiencia en Italia, su personalidad artística se fraguó también con la admiración por la pintura francesa de su época y su conocimiento de los grandes maestros del Museo del Prado, del que fue director al igual que su padre José de Madrazo.
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Federico de Madrazo. Amalia de Llano y Dotres, condesa de Vilches. Óleo sobre lienzo, 126 x 89 cm. Es la obra cumbre del retrato romántico. Federico de Madrazo pintó en 1853 a su modelo a la manera francesa. Museo del Prado.
Obra cumbre de la retratística romántica española y el más atractivo de los retratos femeninos de su autor, es, sin duda, la obra más emblemática de las colecciones del siglo XIX del Museo del Prado. Amalia de Llano y Dotres (Barcelona, 1821- Madrid, 06/07/1874) contaba con treinta y dos años cuando Madrazo la retrató. Casó el 12/10/1839 con Gonzalo José de Vilches y Parga (1808 - 1879), que sería I conde de Vilches desde 1848, del que el Prado conserva dos retratos (P02879 y P02887). Destacada defensora de la causa monárquica desde la caída de Isabel II, fue escritora aficionada, llegando a publicar las novelas Berta y Lidia. Fue madre del II conde de Vilches, quien legó este cuadro al Prado, ingresado en 1944, después de haberlo cedido en usufructo a su hijastro, el conde de la Cimera. Unida por una gran amistad a Federico de Madrazo, quizá ésto explique el especial encanto y el primor exquisito que el pintor supo alcanzar en este retrato. La Condesa frecuentó la casa de los Madrazo, especialmente con motivo de sus veladas musicales, en las que incluso llegó a cantar, acompañada del piano.
Madrazo alcanza en esta efigie la conjunción perfecta de todos los recursos plásticos alcanzados en su producción madura, alcanzando en esta ocasión su refinamiento más esmerado, al servicio de una de las mujeres más hermosas y encantadoras del Madrid isabelino. Interpreta el retrato con un marcado aire francés, muy adecuado a la elegancia de la modelo, aprendido durante su formación en París junto a Ingres. La pose de la dama consigue transmitir una sensualidad bien ajena a la tradición española. La pose coqueta de la modelo es, sin embrago, estudiadamente informal, lo que sirve al artista para conceder a la obra un grácil movimiento. La iluminación empleada por Madrazo hace que la blancura de las carnaciones femeninas destaquen contra la acusada oscuridad del fondo, a la vez que acentúa la sensación cromática. La sutileza de ciertos gestos de la modelo, como la delicadeza con que sostiene el abanico, el contacto casi imperceptible de sus dedos con el óvalo facial o la dulcísima sonrisa, replicada por su seductora mirada, suponen el culmen de los aciertos de este soberbio retrato (Texto extractado de Díez, J. L. en: El siglo XIX en el Prado, Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 172-175).
Lawrence Alma Tadema. Escena pompeyana (The Siesta) 1868. Óleo sobre lienzo, 130 x 360 cm. Museo del Prado.
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Sabino de Medina. La ninfa Urídice mordida por la víbora, 1865, mármol, 107 x 51 x 88 cm. Museo del Prado.
Un importante número de escultores que desarrollaron con éxito su carrera en España en el siglo XIX lo hicieron tras una etapa formativa como pensionados en Roma, donde se imbuyeron de las tendencias del momento. Destacado ejemplo es el de Medina, cuya formación italiana fue definitiva a la hora de desarrollar su trabajo como escultor. La obra que posee el Prado es la ejecutada en mármol a partir del yeso que realizó en su cuarto año de pensionado en Roma en 1836.
La escultura, representaba a la bella ninfa Eurídice, esposa del poeta y músico divino Orfeo, quien, durante un paseo, al intentar escapar de Aristeo, que había quedado prendado de su belleza, fue mordida por una serpiente que le provocó la muerte. Estéticamente sigue el estilo clasicista en la formalidad de la figura, su serenidad, la perfecta factura y dominio técnico, y se considera una de las obras más importantes de su autor. Su semblante presenta una expresión que no refleja el dolor del momento, y casi parece que juega con la serpiente, más que sufrir su mordedura. La relación entre la producción de Lorenzo Bartolini (1777-1850) y la de Medina es muy evidente, lo que junto con la cercanía al escultor Giuseppe Tenerani, del que fue discípulo, centran su producción en su etapa romana. Es indudable su inspiración en la obra de Bartolini Ninfa mordida por un escorpión, realizada antes de 1837 por encargo del príncipe Charles de Beauveau, que fue expuesta en el Salon de París de 1844, y cuyo yeso se conserva en la Gipsoteca Bartolini de la Academia de Florencia, y la obra definitiva en el Louvre junto con otras versiones. La obra de Bartolini resulta menos idealizada, pues refleja el dolor en el rostro de manera más evidente, aunque siempre de forma muy sutil, y, partiendo de una idealización formal, plasma su interpretación de la belleza (Texto extractado de Azcue, L. en: El siglo XIX en el Prado, Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 404-407).
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Vista de la Sala 61. Con la escultura Sagunto de Agustín Querol y la pintura La muerte de Séneca de Manuel Domínguez aparecen iluminadas con luz halógena mientras que Demencia de doña Juana de Castilla de Lorenzo Vallés se ilumina con leds.

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megaurbanismo
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Re: Museo del Prado, Siglo XIX

Mensaje por megaurbanismo » Sab, 22 Oct 2022, 18:16

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Ver salas dedicadas a las colecciones del Siglo XIX
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Sala 63, Raimundo de Madrazo. Siguiendo la brillante estela de Fortuny, otros pintores aprovecharon para introducirse en el mercado artístico más cosmopolita. El caso más destacado es Raimundo de Madrazo (1841-1920), cuñado y gran amigo de Mariano Fortuny. La sala incluye siete obras de Madrazo y cinco de otros cuatro autores.
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José Jimenez Aranda. Penitentes en la basílica inferior de Asis. 1874. Óleo sobre tabla, 53,5 x 79,5 cm. Museo del Prado.
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Raimundo de Madrazo. Retrato de Ramón de Errazu. 1879. Óleo sobre tabla, 224 x 96,5 cm. Museo del Prado.
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Vicente Palmaroli. Concepción Miramón de Duret. 1889, óleo sobre lienzo, 101,5 x 61 cm. Museo del Prado.
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Sala 63a, Paisaje y Realismo. Sala protagonizada por Carlos de Haes, el paisajista con mayor trascendencia en el panorama español de su tiempo, y cuatro de sus contemporáneos, los catalanes Luis Rigalt y Ramón Martí Alsina, el valenciano Antonio Muñoz Degrain y el madrileño Martín Rico. Estos cinco pintores vvivieron durante la segunda mitad del siglo XIX un proceso de renovación artística que transformó por completo la sensibilidad romántica a través del paisaje tomado del natural.
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Carlos de Haes. La canal de Mancorbo en los Picos de Europa. 1876 Museo del Prado. Una gran muestra del paisaje realista del siglo XIX
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Carlos de Haes. Grupo de robles (Picos de Europa). Hacia 1874. Óleo sobre lienzo, 41 x 32,5 cm. Museo del Prado. Madrid
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Carlos de Haes. Barco naufragado. 1883. Óleo sobre lienzo, 59 x 101 cm. Museo del Prado. Madrid
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Carlos de Haes. Canal en Vriesland. 1877. Óleo sobre lienzo, 22,2 x 40,3 cm. Museo del Prado. Madrid
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Carlos de Haes. Puerto de Rouen. Hacia 1884. Óleo sobre lienzo, 36,5 x 59 cm. Museo del Prado. Madrid
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Carlos de Haes. Cercanías del Monasterio de piedra. 1856. Óleo sobre lienzo, 318,4 x 25 cm. Museo del Prado. Madrid
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Carlos de Haes. Rompientes (Guethary). Hacia 1881. Óleo sobre lienzo, 39 x 61 cm. Museo del Prado. Madrid
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Luis Rigalt. Paisaje de Monserrat, óleo sobre lienzo, 62 x 98 cm Museo del Prado.
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Martín Rico y Ortega. Lavanderas de la Varenne, Francia. Hacia 1865. Óleo sobre lienzo, 85 x 160 cm. Museo del Prado.
Grupo de dieciséis lavanderas, acompañadas de dos niñas, que trabajan en las orillas del río Sena. Al fondo, se recortan los perfiles de la ciudad.
Escena silenciosa y recogida, destaca por su horizontalidad en la composición, apenas alterada por la vertical de algunos árboles, y el uso de la luz para crear tensiones de claroscuros, destacando las figuras de las lavanderas y del río frente al macizo de los árboles y la ciudad.
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Ramón Martí Alsina. Paisaje de Cataluña. 1860. Óleo sobre lienzo, 101 x 174 cm. Museo del Prado.
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Antonio Muñoz Degrain. Paisaje del Pardo al disiparse la niebla. 1866. Óleo sobre lienzo, 200 x 300 cm. Museo del Prado.
El paisaje en la pintura española siempre había sido considerado un tema de segunda categoría, otorgando mayor importancia a los asuntos históricos. Sin embargo, en el siglo XIX se produce el "boom" del paisajismo gracias a Carlos de Haes, el gran maestro de una generación de artistas a la que pertenecen Beruete, Martín Rico o Muñoz Degrain. Los trabajos realizados por este último artista en la década de 1860 -al que pertenece este lienzo que conserva el Museo del Prado- están vinculados con la escuela realista, interesándose el pintor en mostrar la naturaleza de manera verista, llamando ya su atención los efectos atmosféricos y lumínicos para situarse en la antesala del impresionismo. Pero Degrain nunca dio el salto hacia el nuevo estilo llegado de Francia y se sintió más atraído por el simbolismo en sus últimos años, recurriendo a tonalidades malvas y doradas que dotan a sus asuntos religiosos y sus paisajes de un efecto simbólico de gran belleza. Pero en este trabajo nos encontramos con un Degrain joven, siguiendo los dictados de su maestro y sin apenas personalidad creativa. No en balde, las medallas de las Exposiciones Nacionales serán para los asuntos de historia, por lo que los paisajistas deberán conformarse con los premios de segunda categoría. Este será el motivo por el que Degrain realizará también una incursión en la pintura historicista, ejecutando una de las obras más afamadas de su tiempo: Los amantes de Teruel.
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Antonio Muñoz Degrain. Chubasco en Granada. 1870 h. Lienzo, 95 x 144 cm. Museo del Prado.
Una de las principales preocupaciones de la pintura de paisaje en la segunda mitad del siglo XIX será la captación de fenómenos atmosféricos que implican, lógicamente, cambios de luz y color. Este es el objetivo de esta sensacional obra pintada por Muñoz Degrain a raíz de un viaje a Granada, recordando una tormenta que provocó la crecida de los torrentes de la ciudad. El agua es la verdadera protagonista de la composición, cayendo desde los tejados de las casas al torrente. La otra protagonista es la luz, una iluminación oscura en la que se van abriendo claros, como observamos en el cielo y en el reflejo del agua. La obra presenta las características del realismo, siguiendo Degrain los dictados de su gran maestro: Carlos de Haes
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Sala 63b, Romanticisno. Dedicada a la pintura isabelina que se inscribe dentro del Románticismo surgido a mediados del siglo XIX, en esta sala se exhiben quince destacados ejemplos del desarrollo de los géneros artísticos que mejor encarnaban los ideales del gusto burgués surgidos con la llegada de la corriente romántica a España. Pérez Villamil, Leonardo Alenza, Eugenio Lucas y Domínguez Bécquer son algunos de los pintores representados en esta sala.
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Genaro Pérez Villamil. Manada de toros junto a un río, al pie de un castillo. 1837. Óleo sobre lienzo, 90 x 114 cm. Museo del Prado.
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David Roberts. La torre del Oro. 1833. Óleo sobre lienzo, 48 x 39 cm. Museo del Prado. David Roberts fue uno de los pintores anglosajones románticos que viajo por España, captando las imágenes más representativas del paisaje y el pintoresquismo nacional, centrado sobre todo en Andalucía,. En este caso, es la imagen del río Guadalquivir a su paso por Sevilla protagonizada por la Torre del Oro, el natural ajetreo de las embarcaciones que navegan por su cauce o atracan en sus orillas, la que perpetúa el ambiente exótico que los románticos foráneos vieron en España.
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Valeriano Domínguez Bécquer. Pintor carlista. 1859. Óleo sobre lienzo, 60 x 77 cm. Museo del Prado. Madrid. Esta escena se aleja de las pinturas costumbristas identificativas del Romanticismo andaluz y de Valeriano Bécquer. El pintor nos presenta una escena familiar protagonizada por un oficial carlista que pinta una escena de batalla. El militar aparece acompañado de sus hijas y de su esposa, tocando éste el piano, creando Bécquer un sensacional ambiente intimista en el que la luz tiene un destacado papel.
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Valeriano Domínguez Bécquer. Retrato de niña. 1852. Óleo sobre lienzo, 112 x 77 cm. Museo del Prado. Madrid. La pintura realizada por Valeriano Bécquer en su época madrileña es más madura que la anterior, apreciándose mayor objetividad y un temperamento más penetrante a la hora de representar los elementos, tanto ambientales como descriptivos. Este retrato infantil es un buen ejemplo de este cambio, observándose un cálido y seguro dibujo al que se añade una leve influencia de la pintura inglesa de la época, tratando la figura de la niña como contrapunto del delicado fondo.
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Antonio María Esquivel. "Los poetas". Este cuadro, conocido también como "Los poetas contemporáneos" o “Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor”[/b]. 1846. Museo del Prado. El pintor recrea una escena imaginaria de los más importantes escritores de su tiempo, reunidos en el estudio de Esquivel para escuchar la lectura de una obra de Zorrilla. El artista se retrata en el centro del cuadro de una forma que recuerda al propio Velázquez en 'Las meninas', y abandona su tarea para escuchar al creador de 'Don Juan Tenorio'.
Los componentes son: Antonio Ferrer del Río (1814-1872), Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880), Juan Nicasio Gallego (1777-1853), Antonio Gil y Zárate (1793-1861), Tomás Rodríguez Rubí (1817-1890), Isidoro Gil y Baus (1814-1866), Cayetano Rosell y López (1817-1883), Antonio Flores (1818-1866), Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), Francisco González Elipe, Patricio de la Escosura (1807-1878), José María Queipo de Llano, conde de Toreno (1786-1843), Antonio Ros de Olano (1808-1887), Joaquín Francisco Pacheco (1808-1865), Mariano Roca de Togores (1812-1889), Juan González de la Pezuela (1809-1906), Ángel de Saavedra, duque de Rivas (1791-1865), Gabino Tejado (1819-1891), Francisco Javier de Burgos (1824-1902), José Amador de los Ríos (1818-1878), Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), Carlos Doncel, José Zorrilla (1817-1893), José Güell y Renté (1818-1884), José Fernández de la Vega, Ventura de la Vega (1807-1865), Luis de Olona (1823-1863), Antonio María Esquivel, Julián Romea (1818-1863), Manuel José Quintana (1772-1857), José de Espronceda (1808-1842), José María Díaz († 1888), Ramón de Campoamor (1817-1901), Manuel Cañete (1822-1891), Pedro de Madrazo y Kuntz (1816-1898), Aureliano Fernández Guerra (1816-1891), Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882), Cándido Nocedal (1821-1885), Gregorio Romero Larrañaga (1814-1872), Bernardino Fernández de Velasco y Pimentel, duque de Frías (1873-1851), Eusebio Asquerino (h.1822-1892), Manuel Juan Diana (1814-1881), Agustín Durán (1793-1862).
Interpretación del cuadro: En el centro aperece Zorrilla leyendo. Los dos lienzos que hay en el fondo representan: el de la izquierda, al Duque de Rivas; el de la derecha, a Espronceda. Están sentados, de izquierda a derecha, los señores Nicasio Gallego, Gil y Zárate, Bretón de los Herreros, Ros de Olano, Burgos, Martínez de la Rosa, Mesonero Romanos, Duque de Frías y Durán (D. Agustín). De pie, y por el mismo orden, se encuentran los señores Ferrer del Río, Hartzenbusch, Rodríguez Rubí, Gil y Baus, Rossell, Flores (D. Antonio), González Elipe, Escosura, Conde de Toreno, Pacheco, Roca de Togores, Pezuela, Tejado (D. Gabino), Amador de los Ríos, Valladares, Doncel, Güel y Renté, Fernández de la Vega, Vega (D. Ventura), Olona, Antonio María Esquivel (con la paleta, al centro),. Romea (D. Julián), Quintana, Díaz (D. José María), Campoamor, Cañete, Fernández Guerra, Madrazo (D. Pedro), Nocedal, Romero Larrañaga, Asquerino y Diana (D, Juan Manuel). Descripción tomada de Burgos, Carmen de, Fígaro (Revelaciones, «Ella» descubierta, epistolario inédito), Madrid, Imprenta de «Alrededor del mundo», 1919, pág. 158.
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Camillo Torreggiani. Isabel II, velada. 1855. Técnica. Esculpido. Materia: Mármol de Carrara. Medidas: 96,5 cm x 57 cm x 47,5 cm - 200 kg. Museo del Prado.
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Sala 75, Goya, el Neoclasicismo y los orígenes del Museo. La presentación de las colecciones del XIX da comienzo en esta sala dedicada a los artístas del primer tercio de siglo, muchos de ellos ligados a la creación del Museo del Prado en 1819. Se trata de la galería con la que el Museo establece la transición entre las obras de Goya y las de sus contemporáneos, como Vicente López, todos ellos al servicio del rey fundador del Museo, Fernando VII. Da la bienvenida a este gran espacio una escultura de Isabel de Braganza, la reina fundadora del museo.
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José Madrazo. Jesús en casa de Anás. 1803. También conocido como Jesús ante el Sumo Sacerdote. 1803. Museo del Prado
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José Madrazo. La Aurora. Hacia 1819. Óleo sobre lienzo, 87 x 54 cm. Museo del Prado
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José Madrazo. La muerte de Viriato. Lienzo. 307 x 462 cm. Museo del Prado. Sin lugar a dudas su mejor obra. Con este gran lienzo se inicia el interés por los temas históricos tan característicos de todo el siglo XIX. En éste de José de Madrazo se evoca la muerte de Viriato, el célebre cabecilla guerrillero que en el siglo II antes de Cristo destacó por su resistencia contra los romanos que ocupaban la Península Ibérica. Estos sobornaron a dos de sus soldados para que lo asesinaran mientras dormía. José de Madrazo presenta al caudillo muerto en su lecho de campaña, entre la tristeza de algunos de sus compañeros, la rabia de otros, y la decisión inmediata de venganza de los dos que abandonan la tienda de Viriato. Madrazo, que pintó este cuadro en Roma donde vivió varios años, dejó en él uno de los mejores ejemplos de estilo neoclásico y de sus características más destacadas: la importancia concedida al dibujo -propio de la formación académica de estos artistas-, un cierto descuido del color, y el aire casi escultórico de las figuras. Los pintores neoclásicos, deseosos de resucitar los postulados de la antigüedad grecorromana, sólo podían inspirarse -al no quedar pinturas de aquellos lejanos tiempos- en las esculturas y las cerámicas clásicas, lineales y desprovistas de color.
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José Madrazo. Coracero francés. h. 1813. Óleo sobre lienzo, 200 x 130 cm. Adquirida este mismo verano por el Museo del Prado.
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Juan Antonio Rivera. Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma. Hacia 1806. Óleo sobre lienzo, 215 x 160 cm. Museo del Prado.
Lucio Quintilo Cincinato héroe de la Roma republicana, había abandonado la vida pública para retirarse a las labores agrícolas. El cuadro muestra el momento en el que varios representantes del Senado, le ofrecen ser nombrado dictador. Ribera elige el momento exacto en que los senadores están entregando el manto púrpura, símbolo de poder, a Cincinato, quien apenas ha dejado de trabajar con el arado.
La corrección del diseño y el perfecto modelado de las figuras, dispuestas a modo de friso antiguo, son aspectos que convierten esta obra en una de las mejores de todo el Neoclasicismo pictórico español. Algunos detalles técnicos como el dominio de la luz, apreciable en la brillante toga blanca del senador de espaldas, y la perfecta colocación de las figuras son magníficos ejemplos de la habilidad lograda por Ribera.
El cuadro mereció la aprobación del pintor David, maestro de Ribera, que lo equiparó, por su calidad, con los artistas franceses contemporáneos. Posteriormente fue enviado al rey español Carlos IV, pasando bajo Fernando VII al Casino de la Reina, desde donde ingresó en el Museo del Prado.
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Ramón Barba. Marcurio. 1806. Mármol, 59 x 45 x 138 cm. Museo del Prado.
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José Álvarez Cubero. Diana cazadora. 1809-15. Mármol y madera, 66 x 60 x 137 cm. Museo del Prado.
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José Álvarez Cubero. Isabel de Braganza. Estatua de mármol de Isabel de Braganza (1797–1818), esculpida hacia 1826 en estilo neoclásico. Dimensiones 77 x 140 x 145 cm. La reina Isabel de Braganza, considerada la inspiradora del Museo, en una estatua de José Álvarez Cubero perteneciente a la propia colección del Prado, procedente de la Colección Real.
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Vicente López. Fernando VII, con uniforme de capitán general, 1814, óleo sobre lienzo, 102 x 76 cm. Museo del Prado
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Vicente López. Félix Máximo López, Primer Organista de la Real Capilla. 1820. Museo del Prado
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Vicente López. José Gutiérrez de los Ríos. 1849. Museo del Prado
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Vicente López. María Cristina de Borbón, Reina de España. 1830. Museo del Prado
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Vicente López. María Isabel de Braganza, reina de España. Hacia 1816. Óleo sobre lienzo, 70 x 59 cm. Museo del Prado
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Vicente López. El pintor Francisco de Goya y Lucientes. 1826. Óleo sobre lienzo, 95,5 x 80,5 cm. Museo del Prado
Retrato del pintor Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828) sobre fondo verde, sentado sobre una butaca y sujetando la paleta y los pinceles de su profesión. A la izquierda, en un caballete, la dedicatoria de López a Goya.
Una de las obras cumbre de la producción de Vicente López, es también uno de los retratos más difundidos del propio Goya incluso por encima, según algunos autores, de sus propios autorretratos.
Llama la atención la vivacidad de la obra, consecuencia, en parte, de la pincelada libre y sin pulir utilizada por el artista en esta ocasión y que dista bastante de su práctica habitual en los retratos de encargo.
Impacta la fuerza expresiva de la mirada de un Goya que contaba ya con 80 años de edad, en contraposición con su pose academicista.
Se conserva un posible boceto preparatorio para este cuadro en el Museo de Arte Decorativo de Buenos Aires, Argentina.
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Goya. La marquesa de Santa Cruz. 1805. Óleo sobre lienzo, 207,9 x 124,7 cm. Museo del Prado.
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Goya. Los fusilamientos del 3 de Mayo. 1814. Óleo sobre lienzo, 268 x 347 cm. Museo del Prado. La restauración realizada en 2008 ha devuelto al cuadro su brillantez original, apreciándose la técnica directa y magistral de Goya.
Finalizada la guerra de la Independencia en 1813, el regreso a España de Fernando VII se había conocido desde diciembre de 1813, por el tratado de Valençay, así como su consiguiente entrada en Madrid. A principios de febrero la cuestión era inminente, habiéndole enviado el Consejo de la Regencia las condiciones para su vuelta al trono, en primer lugar, la jura de la Constitución de 1812. Su llegada a la capital iba a coincidir con la primera conmemoración del alzamiento del pueblo de Madrid contra los franceses el 2 de mayo de 1808. Entre febrero y marzo de 1814, el infante don Luís María de Borbón y Vallabriga, presidente del Consejo de la Regencia, así como las Cortes y el Ayuntamiento de Madrid, comenzaron la preparación de los actos para la entrada del rey. En la bibliografía sobre "El 2 de mayo de 1808 en Madrid" o "La lucha con los mamelucos" (P748), y su compañero, El "3 de mayo de 1808 en Madrid" o "Los fusilamientos", se fue consolidando, erróneamente, la idea de que estas obras fueron pintadas con un destino público en las calles de la capital. Sin embargo, ninguno de los documentos de esos actos ni la descripción de los monumentos efímeros, con decoraciones alegóricas, presentes en las calles de Madrid, recogen las pinturas de Goya. En el catálogo de la exposición "Goya en tiempos de guerra" (2088, p. 353-369) se publicaron varias facturas (localizadas en el Archivo General de Palacio) relativas a los pagos de la manufactura de los marcos de dos cuadros, como gastos del "Quarto del rey" y en los meses de julio y noviembre de 1814, indican que fueron financiados por Fernando VII y por lo tanto pintados para las salas de Palacio, casi con seguridad, después de mayo de 1814, cuando el rey regresó a Madrid. La idea de los cuadros, sin embargo, se inició por la Regencia en el mes de febrero, según la documentación procedente del Ministerio de la Gobernación y de su titular, Juan Álvarez Guerra, aceptando el 24 de ese mes las condiciones de Goya para realizar el trabajo por "la grande importancia de tan loable empresa y la notoria capacidad del dicho profesor para desempeñarla... que mientras el mencionado Goya esté empleado en este trabaxo, se le satisfaga por la Tesorería Mayor, además de lo que por sus cuentas resulte de invertido en lienzos, aparejos y colores, la cantidad de mil y quinientos reales de vellón mensuales por vía de compensación... para que á tan ilustre y benemérito Profesor no falten en su avanzada edad los medios de Subsistir". Se ha pensado, y así aparece en la bibliografía más al uso, que el trabajo había sido propuesto por Goya mismo, ya que se cita una carta del artista del Archivo de Palacio, que en la actualidad no se ha localizado, en la que se ofrecía a pintar obras para esa conmemoración, avance insólito en un Pintor de Cámara, siempre a las órdenes de sus superiores. El 11 de mayo, dos días antes de su entrada en Madrid, Fernando VII detuvo a los ministros del gobierno de la Regencia y desterró en Toledo al infante, aboliendo, además, la Constitución, lo que pudo detener el encargo de estas obras durante algún tiempo. Las facturas para la manufactura de dos marcos, para "los cuadros grandes de pinturas alusivas á el día 2 de Mayo de 1808", los dan por terminados el 29 de noviembre de 1814, fecha a partir de la cual debieron de colgarse en Palacio, aunque no existe documentación alguna al respecto.
Goya pintó solamente dos cuadros con los hechos del 2 de mayo de 1808 y no cuatro, como se propone habitualmente en la bibliografía, como atestiguan las facturas relativas sólo a dos marcos. Se trató de un encargo de la Regencia, continuado por el rey Fernando VII y se siguió el trámite reglamentario en los encargos de la corte. Goya planteó dos temas cruciales, que se complementan visualmente y tienen un significado conjunto: el violento ataque del pueblo de Madrid a las tropas de Murat en la mañana del 2 de mayo y la consiguiente represalia del ejército francés. Escogió para este último asunto, iniciado ya por las tropas francesas en la misma tarde del 2 de mayo en el paseo del Prado y a la luz del día, las ejecuciones de la noche y la lluviosa madrugada del 3 de mayo a las afueras de Madrid, lo que confería a la escena un mayor dramatismo.
En el siglo XIX, Charles Yriarte dio por sentado en su monografía sobre Goya, que éste había situado la escena en la zona de los cuarteles del Príncipe Pío, donde hubo lugar ejecuciones importantes, aunque se llevaron a cabo en muchos otros lugares de Madrid, incluidas sus puertas principales. El lugar propuesto por Goya se ha identificado también como el desmonte de la Moncloa, un lugar próximo a la plaza de los Afligidos, junto al antiguo convento de San Bernardino, cerca del palacio de Liria, o la urbanización entre la montaña del Príncipe Pío y el Palacio Real. El escenario planteado por el artista no se corresponde, sin embargo, con la zona del Príncipe Pío, recordando más claramente en los perfiles de las torres de las iglesias, así como en la puerta monumental, y en la disposición de las casas al fondo o en el terraplén a la izquierda, la zona situada a la salida de la Puerta de la Vega, derribada en 1820, y situada al final de la calle Mayor. La torre más alta podía ser así, la de la iglesia de Santa Cruz, conocida entonces como la "atalaya de Madrid", por ser la más alta de la ciudad y visible en la distancia. La otra, de menor altura, sería la de Santa María la Real, la iglesia de Palacio, y el desmonte contra el que están siendo fusilados, los terrenos cercanos al Palacio, emplazado a la izquierda, fuera de la escena, por lo que Goya pudo haber insinuado así, aquí también, que la muerte de los rebeldes había sido en defensa de la Corona, como en el ataque del 2 de mayo de 1808 en Madrid, o "La lucha con los mamelucos" (P748). Los violentos patriotas de la mañana se enfrentan ahora aquí, sin salvación ni ayuda, al pelotón de ejecución, formado por granaderos de línea y marineros de la guardia con uniforme de campaña y capote gris, reflejándose el miedo de distintas formas en cada uno de los que van a ser fusilados. Llegan en oleadas desde la ciudad, en una fila interminable que termina con su muerte, representada con crudeza en el primer término.
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Goya. El 2 de mayo de 1808 en Madrid, o "La lucha con los mamelucos". 1814. Óleo sobre lienzo. 268,5 x 347,5 cm. Museo del Prado.
Finalizada la guerra de la Independencia en 1813, el regreso a España de Fernando VII se había conocido desde diciembre de ese mismo año, por el tratado de Valençay, así como su consiguiente entrada en Madrid. A principios de febrero la cuestión era inminente, habiéndosele enviado las condiciones de su vuelta al trono, como la jura de la Constitución de 1812, y su llegada a la capital iba a coincidir con la primera conmemoración del alzamiento del pueblo de Madrid contra los franceses del 2 de mayo de 1808. Entre febrero y marzo de 1814, el Consejo de la Regencia, presidida por el infante don Luís María de Borbón y Vallabriga, las Cortes y el Ayuntamiento de Madrid, comenzaron la preparación de los actos para la entrada del rey. En la bibliografía sobre El 2 de mayo de 1808 en Madrid, o "La lucha con los mamelucos" (P-748), y su compañero, El 3 de mayo de 1808 en Madrid, o "Los fusilamientos" (P-749), se fue consolidando, erróneamente, la idea de que estas obras fueron pintadas con un destino público en las calles de la capital. Sin embargo, ninguno de los documentos de esos actos ni la descripción de los monumentos efímeros, con decoraciones alegóricas, presentes en las calles de Madrid, recogen las pinturas de Goya. Recientemente, la localización de varias facturas (localizadas en el Archivo General de Palacio) relativas a los pagos de la manufactura de los marcos de estos dos cuadros, como gastos del "Quarto del rey", ya en los meses de julio y noviembre de 1814, indican que fueron financiados por el rey, por lo tanto, para las salas de Palacio, y, que habían sido pintados, casi con seguridad, después de mayo de 1814. La idea de los mismos, sin embargo, se inició por la Regencia en el mes de febrero, según la documentación procedente del Ministerio de la Gobernación y de su titular, Juan Álvarez Guerra, que aceptan el 24 de ese mes las condiciones de Goya para realizar ese trabajo, supuestamente solicitado por él, por "la grande importancia de tan loable empresa y la notoria capacidad del dicho profesor para desempeñarla... que mientras el mencionado Goya esté empleado en este trabaxo, se le satisfaga por la Tesorería Mayor, además de lo que por sus cuentas resulte de invertido en lienzos, aparejos y colores, la cantidad de mil y quinientos reales de vellón mensuales por vía de compensación... para que á tan ilustre y benemérito Profesor no falten en su avanzada edad los medios de Subsistir". El 11 de mayo, dos días antes de su entrada en Madrid, Fernando VII detuvo a los ministros del gobierno de la Regencia y desterró en Toledo al infante, aboliendo, además, la Constitución. Las facturas para la manufactura de dos marcos para "los cuadros grandes de pinturas alusivas á el día 2 de Mayo de 1808", los dan por terminados el 29 de noviembre de 1814, fecha a partir de la cual debieron de colgarse en Palacio, aunque no existe noticia alguna al respecto.
Goya pintó solamente dos obras relativas a los hechos del 2 de mayo de 1808 y no cuatro, lo que se ha sugerido habitualmente en la bibliografía, como atestiguan las facturas de los marcos, tratándose de un encargo de la Regencia continuado por Fernando VII, habiéndose seguido el trámite reglamentario. Planteó dos temas, a modo de díptico, que se complementan visualmente y tienen un significado conjunto: el violento ataque del pueblo de Madrid a las tropas de Murat en la mañana del 2 de mayo y la consiguiente represalia del ejército francés. Para la representación de los hechos de la mañana del 2 de mayo, Goya se decantó por el combate callejero contra la caballería francesa, representando principalmente a los más aguerridos y famosos de todos, los mamelucos de la Guardia Imperial, tropas de élite, aunque figuran también un dragón de la Emperatriz y, entre los muertos, un granadero de la Guardia Imperial o un marinero de línea. Entre los asaltantes españoles, la diversidad de tipos, con atuendos de varias regiones, expresan la variedad del pueblo que se alzó contra los franceses.
Han sido varias las identificaciones propuestas para el lugar en que Goya situó la escena: la puerta del Sol, la plaza de la Cebada, la calle Mayor desde la iglesia de San Felipe, la calle de Carretas con la iglesia del Buen Suceso y la Casa de Correos, la calle Nueva con el Palacio a la derecha y la cúpula de San Francisco el Grande a la izquierda, o bien la perspectiva desde la iglesia del Buen Suceso hacia el Palacio Real, cuya mole con su arquitectura característica coronado por la cúpula de la capilla sería la que preside la escena a la izquierda. Este motivo arquitectónico parece indicar que Goya situó la lucha contra los franceses en un lugar presidido efectivamente por el Palacio Real como símbolo de la Corona, cuya defensa movió en aquél día a los rebeldes, lo que persistió como un ideal de retorno del rey "Deseado" durante toda la guerra.
La restauración realizada entre 2007 y 2008 ha devuelto al cuadro su brillantez original y sus relaciones espaciales perdidas por el accidente sufrido en 1936 en Benicarló, cuando el camión que lo trasportaba, junto con El 3 de mayo de 1808 en Madrid, o "Los fusilamientos", sufrió un accidente. En la primera restauración, llevada a cabo en 1941, cuando los cuadros regresaron a Madrid, se utilizó una tinta roja, similar en su colorido a la capa de preparación del lienzo usada por Goya, para rellenar las faltas de la capa pictórica, que habían afectado al lienzo, sobre todo en su parte izquierda. La actual restauración, en que se ha utilizado la documentación fotográfica antigua, ha logrado la reintegración invisible de esas lagunas de color al devolver la unidad y, con ello, el sentido a la composición.
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Goya. La familia de Carlos IV. 1800-01. Óleo sobre lienzo. 280 x 336 cm. Museo del Prado. Madrid.
La familia de Carlos IV perteneció a la magnífica serie de retratos reales iniciada por Goya en septiembre de 1799, en las vísperas del Consulado de Napoleón, que, en un principio, prometía una pacificación de la tumultuosa década pasada. Del primer retrato, La reina María Luisa con mantilla, resultó el nombramiento de Goya como primer pintor de cámara, premio máximo en la carrera oficial de un artista. En esos años finales del siglo XVIII, Goya fue requerido también por Godoy. Estaba terminando el retrato de su esposa, cuando la reina, en su carta al valido del 22 de abril de 1800, le habló del encargo del retrato de familia a Goya. Quizá fue Godoy quien ideó también esta nueva serie de retratos reales, que consistía, además, en el retrato de Carlos IV, en traje de caza (Madrid, Palacio Real), en los retratos ecuestres de los reyes (Madrid, Museo del Prado), y en la pareja Carlos IV en traje de guardia de Corps y La reina María Luisa en traje de corte (Madrid, Palacio Real). Goya colocó a los catorce personajes que aparecen en el cuadro de la Familia en un austero interior sin alfombras, decorado en su pared del fondo, la única visible, con dos monumentales pinturas cortadas en sus bordes laterales y superior. El cuadro se basa, como se ha afirmado frecuentemente, en la célebre Familia de Felipe IV de Velázquez, conocida desde el siglo XIX como Las meninas, de 1656. En éste, protagonizado por el autorretrato del artista ante un enorme caballete, se presenta, en el centro de un espacio palaciego prodigiosamente construido a través de la perspectiva, a la infanta Margarita rodeada por sus meninas y otros personajes de la corte, mientras que en la pared del fondo un espejo refleja las efigies de los reyes, situados virtualmente delante del lienzo, posando, al parecer, para el pintor. Se vislumbran, además, al fondo, varias pinturas de la colección real, cuyos temas trataban, utilizando la mitología, de contiendas de artistas, como La fábula de Aracne, según Rubens y su taller (hoy perdida), y Apolo y Pan, según Jacob Jordaens (Madrid, Museo del Prado). En el cuadro de Goya, tal contienda queda implícita en la comparación misma de su obra con el modelo del siglo XVII, claramente reconocible para todos. Las modificaciones de Goya afectan precisamente a los detalles mejor definidos por Velázquez, como el espacio, ahora convertido en una escena de dimensiones indefinidas; la estrecha relación de los retratados por Velázquez, ahora rota y sustituida por retratos más bien introspectivos; el autorretrato, trasladado a la penumbra del fondo; o los cuadros de la pared, sometidos por Goya a un fuerte contraste entre sombra y luz, en que rivalizan tres figuras mitológicas apenas visibles y un tempestuoso paisaje de mar. Destaca en el centro del cuadro la figura de la reina, vestida, como las demás infantas, con un brillante traje a la moda francesa posterior a la Revolución, sobre el que ostenta la banda de la real orden de Damas Nobles fundada por ella en 1794, y peinada a la griega con un tocado de flechas de diamantes, que aluden al amor. Imita literalmente la postura de la pequeña infanta Margarita velazqueña, lo que varios historiadores consideraron como una sátira a la reina de edad ya avanzada, opinión basada, como también los rumores de sus amores con Godoy, en las críticas contemporáneas de los embajadores franceses. Más bien se representa aquí el triunfo de la fecunda reina frente a su modelo, la pequeña Margarita, la posible heredera, que recordaba los graves problemas respecto a la sucesión de Felipe IV. La estabilidad de la Monarquía borbónica, en cambio, se veía ahora garantizada por los tres hijos varones, mientras que las infantas y los hermanos del rey, aunque éstos ya mayores, prometían una poderosa política de alianzas. En ese momento se estaba especulando con enlazar a la infanta doña María Isabel, que aparece abrazada amorosamente por la reina, con Napoleón, aunque fue finalmente destinada, en 1802, al príncipe heredero de Nápoles. El pequeño Cupido-himeneo, don Francisco de Paula, seduce todavía hoy con su trajecito rojo y su atrevida mirada. A la izquierda, surgido desde una inquietante penumbra, posa en primer término el joven rebelde Fernando, que empezaba a intrigar contra sus padres y Godoy, vestido con el color azul del principado de Asturias. Cogido por la cintura por don Carlos María Isidro, éste afirma así estar preparado, dado el caso, para suceder a su hermano, curiosa actitud que parecía anunciar su vana reclamación, en 1833, del trono destinado ya a su sobrina la princesa Isabel, que llevaría a las interminables guerras carlistas, lo que explicaría la ubicación del cuadro, oculto en una sala reservada desde su entrada en el Museo del Prado hasta 1868. La dama de perfil perdido, mirando a la reina y recordando la devoción de la menina que ofrece a la princesa Margarita un búcaro con agua, representa seguramente a la futura esposa de don Fernando, no elegida todavía. Se pensaba en ese año en la princesa Carolina de Sajonia-Weimar, hasta que en 1802, se decidieron por la infanta María Antonia de Nápoles. Enfrente del príncipe, en la misma posición avanzada, está el rey, vestido con un sencillo traje de gala en que lucen, como también en la casaca de su sucesor, el Toisón de Oro y las bandas y placas de la real orden de Carlos III, de la napolitana de San Genaro, de las cuatro órdenes españolas de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa y del Espíritu Santo. Desde el fondo, asoman los rostros de sus hermanos: a la izquierda, la infanta doña María Josefa con un lunar sobre la sien ya pasado de moda, a la derecha, el intrigante infante don Antonio Pascual con su esposa y sobrina, la infanta doña María Amalia, ya fallecida en 1798, y representada por ello de perfil, como en las estelas funerarias romanas. A la derecha, se acercan la infanta doña María Luisa y su esposo, el príncipe Luis de Parma, futuros reyes de Etruria, el reino que en ese año les había prometido Napoleón. Su hijo Carlos Luis reposa en los brazos, no de una ama, sino de su propia madre, siguiendo las ideas de la medicina moderna, según la cual las madres aristocráticas, a través de su leche, trasferían a los hijos sus propias cualidades. Finalmente destaca, aunque en la penumbra de un gran caballete, el retrato del pintor, cuyos ojos están exactamente a la misma altura de la de los reyes, superada sólo por la del príncipe de Parma, que anunciaba la gloriosa extensión territorial del reino por Italia. Las condecoraciones, los temas políticos y sociales de actualidad palpitante y claramente implicados en el cuadro, así como su tamaño, similar al de los retratos ecuestres de Tiziano, Rubens y Velázquez, que colgaron, bajo Carlos III y Carlos IV, en salas públicas cercanas del Palacio Real -como la sala de comer-, indican una situación parecida del cuadro en palacio, accesible a los invitados españoles y extranjeros de alto rango cortesano, político y religioso. Para este cuadro dinástico, Goya pintó en Aranjuez, entre mediados de mayo y finales de junio de 1800, diez estudios al óleo de los retratados, tomados del natural y ya en la posición prevista en el lienzo final. En las cartas de la reina Godoy los calificaba como muy propios, siendo el de la soberana el mejor de todos. Hoy se conocen sólo cinco de estos estudios (P00729 a P00733, Museo del Prado). Destacan por su abreviada y virtuosa pincelada apenas cargada de color, con la que Goya perfiló los rostros, con gran definición y realismo desde el fondo anaranjado y negro, prodigiosos por la inmediatez y vivacidad psicológica de los modelos, sin desmerecer de su regia dignidad. Servían al pintor de recordatorio perfecto para componer después, seguramente ya en Madrid, el gran lienzo, en que realzó aún más la penetración psicológica. Así, la amabilidad, franqueza y ligera sonrisa que reflejan la curiosidad del joven Carlos María Isidro en el boceto, se han convertido en un rostro serio, pensativo y algo tímido, que le caracteriza, a espaldas del príncipe, como infante todavía inexperto. Asimismo, en el cuadro final, el retrato del príncipe de Parma aparece mucho menos definido que en el estudio, casi confundiéndose el pelo con el paisaje detrás de él. De cuello más corto y vista la cabeza algo más de frente, el distanciamiento y la arrogancia del estudio aparecen algo reducidos en favor de una expresión más reflexiva. El cuadro de la izquierda, en la penumbra del fondo, ha sido identificado recientemente como la bien establecida escena de Hércules y Onfale, cuando el precursor mítico de la Monarquía española, que expiaba el asesinato de Ífito en la corte de la reina de Lidia, era obligado por Onfale a dedicarse a tareas femeninas, como hilar. Sería reconocible en su tiempo por la postura de Onfale, vista de espaldas, que recuerda a la hilandera de la derecha del célebre cuadro de La fábula de Aracne de Velázquez, entonces expuesto en las mismas salas de palacio. Los amores de Hércules con Onfale, descritos en los Fasti de Ovidio, se reflejan aquí en las flechas de los tocados y en la fecundidad, alabada por los poetas, aunque ya pasada, de la reina. Al paso del tiempo podría aludir el oscurecimiento del episodio mitológico, también uno de los últimos en la vida de Hércules antes de su ascensión al Olimpo, empequeñeciendo la idea de lo intemporal e inmortal que sugerían las imágenes regias hasta la Revolución Francesa. El don de los reyes de tener una naturaleza superior, divina, cuestionado trágicamente en Francia, subrayado por la presencia de Hércules inmortal en el oscuro cuadro, que ya está saliendo de la vista, es ahora sustituido por el paisaje tormentoso, que va apareciendo luminoso por la derecha, imagen que en el pensamiento prerromántico simbolizaba la naturaleza, como el origen y el destino de toda existencia, y en la literatura de aquel tiempo, el terreno inestable del interior del individuo. Así, los personajes, reunidos ante esas dos pinturas, que marcan el cambio de los tiempos, aparecen más cerca de lo terrenal que sus antecedentes en los ostentosos retratos de familia de Jean Ranc o de Louis-Michel van Loo, y dominan el nuevo terreno por su personalidad regia, acercándose en su curiosa introspección a una nueva imagen del hombre, posrevolucionaria y del siglo futuro (Texto extractado de Gudrun M.: La Familia de Carlos IV, en: Goya en Tiempos de Guerra, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2008, pp. 190-193).
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Goya. La maja desnuda. Antes de 180o. Óleo sobre lienzo, 98 x 191 cm. Museo del Prado.
Sigue la tipología tradicional de la diosa Venus tendida sobre el lecho. La primera mención de esta obra data de noviembre de 1800, en la descripción del palacio de Godoy del grabador Pedro González de Sepúlveda, durante la visita que hizo en compañía de Juan Agustín Ceán Bermúdez y del arquitecto Pedro de Arnal. Colgaba allí en un "gavinete interior" junto con otras Venus, aunque no hizo de ella gran aprecio en su Diario: "Una [Venus] desnuda de Goya pero sin divujo ni gracia en el colorido". Esa presencia en el palacio de Godoy parece documentarse asimismo en uno de los Ajipedobes, violentas caricaturas contra el Príncipe de la Paz, de principios del siglo XIX, en que este cuadro aparece como decoración de sobrepuerta en su gabinete de trabajo. A La maja desnuda, y a su compañera, La maja vestida (P00741), se pudo referir Gregorio González de Azaola, científico y erudito valenciano, en el artículo sobre los Caprichos de Goya, publicado el 27 de mayo de 1811 en el Semanario Patriótico de Cádiz: "Todos los amantes de las bellas artes tienen sin duda noticia de nuestro célebre pintor D. Francisco de Goya y Lucientes, y muchos habrán admirado sus bellos techos al fresco, sus Venus y sus retratos". En 1813, el Inventario que recoge los bienes incautados a Godoy, cuando estos aún se hallaban en el palacio contiguo al convento de Doña María de Aragón, los cuadros se citaban asimismo como "Venus", identificación que, ya después de la muerte de Goya, hacia 1830, repetía Javier Goya, hijo del artista, que aludía a "las Venus que pintó para el Príncipe de la Paz". Junto a estas descripciones tempranas, sin duda acertadas, ya que el cuadro formaba parte del gabinete reservado de Godoy en compañía de la famosa Venus del espejo de Velázquez y de otras dos atribuidas a Tiziano, se fueron incorporando con el tiempo otras identificaciones más pintorescas, la primera en 1808, del francés Frédéric Quilliet, que a fines de aquel año redactó el inventario de la colección de Godoy, describiéndolas como "Gitanas". Más tarde, en el inventario efectuado en 1814, cuando los bienes incautados a Godoy se encontraban ya en el Depósito de Secuestros de la calle Alcalá, el denominado "almacénde cristales", La maja vestida se cita como "una mujer vestida de maja", denominación que se generalizó a partir de entonces y aque también figura en la reclamación que, a fines de ese mismo año, el Tribunal de la Inquisición hizo de ambas pinturas por considerarlas "oscenas": Junto a estas descripciones tempranas del cuadro, sin duda, acertadas, ya que el cuadro formaba parte del gabinete reservado de Godoy en compañía de la famosa Venus del espejo, de Velázquez y de otras dos atribuidas a Tiziano, se fueron incorporando con el tiempo otras identificaciones más pintorescas, la primera en 1808, del francés Fréderic Quillet que redactó el inventario de la colección de Godoy, describiéndolas como Gitanas, que dio paso más adelante, a la de Majas, que es la que se ha generalizado definitivamente, siguiendo la descripción del inventario realizado a petición de la Inquisición en 1813, que consideró ambos cuadros como "pinturas obscenas": [la que] "representa una mujer desnuda sobre una cama [...] es su autor Don Francisco Goya; la mujer vestida de maja sobre una cama es también del citado Goya". También en el siglo XIX se fue abriendo paso, junto a la leyenda de los amores de Goya con la duquesa de Alba, de que la modelo era retrato de esta última, aunque Pedro de Madrazo pareció identificarla, también sin fundamento, con Pepita Tudó, quien era la amante de Godoy en los años en que La maja desnuda fue pintada. La suposición, muy extendida, de que Goya había modificado la cabeza para esconder los verdaderos rasgos de la modelo ha quedado descartada con la reciente radiografía, que muestra el cuerpo pintado de una vez y sin alteraciones apreciables en esa zona. Goya dispuso a "La maja desnuda" con los brazos entrecruzados por debajo de la cabeza, composición que recuerda a la famosa scultura clásica de la "Ariadna dormida" de las colecciones reales. Descartó cualquier referencia a Cupido, tradicional acompañante de la diosa, y la situó provocadoramente en un canapé moderno y no en el lecho clásico de la pintura anterior, mirando al espectador con leve y sugestiva sonrisa. La maja desnuda es todavía ejemplo del estilo más dieciochesco de Goya, anterior al cambio profundo que se produce en sus obras hacia 1797-98, por lo que habría que pensar en una datación relativamente temprana, en torno a 1795-96, en el momento de sus primeros contactos artísticos con Godoy. Varios de los dibujos del Álbum A, que se fechan en esos años, con jóvenes tendidas en el lecho, podrían haber sido hechos como preparación para este importante encargo de Godoy, que daba pie al artista para tratar de forma moderna, sin el aditamento clásico de Cupido y otros símbolos de la diosa, uno de los temas cruciales de la pintura desde el Renacimiento.
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Goya. La Maja vestida. 1800-1805. Óleo sobre lienzo. 95 x 188 cm. Museo del Prado. Madrid.
Se menciona por primera vez a fines de enero de 1808, junto a La maja desnuda (P00742), en el inventario de los bienes de Manuel Godoy realizado por Frédéric Quilliet, que registra estas obras como "Gitanas", seguramente por el atuendo de la vestida. En el inventario de los bienes incautados a Godoy efectuado en 1813 se describe una Venus vestida en el inventario de 1813, con las pinturas aún en el palacio contiguo al convento de Doña María de Aragón, se describe como una "Venus" vestida. En el posterior inventario de 1814, cuando los bienes incautados ya se hallaban en el Depósito General de Secuestros, ubicado en el "almacén de cristales de la calle Alcalá se menciona como "una mujer vestida de maja", siendo la primera vez que recibe este nombre. En noviembre de 1814 son reclamadas por el Tribunal de la Inquisición al considerarse ambas como "pinturas obscenas". La vestida se describe también entonces como "la mujer vestida de maja sobre una cama es tambien del sitado Goya". El rostro de la Maja vestida, no dio pie, sin embargo, a pensar que fuera un retrato, como sucedió con la desnuda, ya que sus rasgos genéricos son aquí aún más evidentes que en su compañera.
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Goya. Cristo crucificado, 1780, óleo sobre lienzo, 255 x 154 cm. Museo del Prado.
La figura de Cristo continúa la piadosa tradición de la pintura española del siglo XVII, pero también el concepto clásico de belleza difundido en España por Mengs y Bayeu. Además Goya suaviza los factores más sangrientos y dramáticos del asunto, resaltando la belleza del cuerpo desnudo. Presentada a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en mayo de 1780, el pintor alcanzó con esta obra el rango de académico de mérito. Fue enviada, en 1785, a la iglesia del convento franciscano de San Francisco el Grande, cuya decoración impulsó el rey Carlos III.
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Goya. Fernando VII con manto real. Fecha: 1814-15. Óleo sobre lienzo, 207 x 140 cm. Museo del Prado.
El rey Fernando VII (1784-1833) nació en el palacio de San Lorenzo de El Escorial el 14 de octubre de 1784. Hijo de Carlos IV y María Luisa, fue proclamado heredero del trono en 1789. Comenzó pronto a intrigar contra sus padres y contra Godoy, instigado por su preceptor, el canónigo Juan Escóiquiz, reuniendo en torno a él una camarilla opuesta a los reyes, que consiguió su destronamiento en marzo de 1808 tras el motín de Aranjuez. Fernando ascendió al trono, por abdicación de su padre, el 19 de marzo, entrando en Madrid el 24 de ese mes, un día después de que lo hubieran hecho las tropas francesas al mando del mariscal Murat. El nuevo rey se trasladó a Bayona para dilucidar la cuestión dinástica con Napoleón y renunció al trono, devolviéndoselo a su padre, que a su vez había cedido sus derechos en favor del emperador, y quedó retenido en Francia hasta el final de la guerra. El tratado de Valençay, en diciembre de 1813, determinó las condiciones para su regreso a España, establecidas por la Junta General de la Regencia, que incluían la jura de la Constitución, promulgada por las cortes de Cádiz en 1812. Fernando VII entró en España en abril de 1814 y en Madrid en el mes de mayo. Entre las primeras medidas que tomó estuvieron la abolición de la Constitución y el encarcelamiento de quienes habían constituido el gobierno de la Regencia, incluido su primo, el infante don Luís María de Borbón (P00738), confinado en Toledo. Comenzó entonces su reinado absolutista, reinstaurando la Inquisición, prohibiendo libertad de prensa e iniciando una fuerte represión política para acabar con los afrancesados, que habían servido al gobierno de José Bonaparte, y con los liberales, procedentes de las filas de quienes habían luchado contra los invasores y apoyaban la Constitución, dando lugar a su exilio masivo en Francia. El retrato de Goya, cuyo destino primero no se conoce, aunque su procedencia del Ministerio de la Gobernación indica su importancia como imagen situada en el centro mismo del poder, coincide con el inicio del reinado absoluto del monarca. Pudo ser comisionado en el otoño de 1814, al mismo tiempo que el destinado al Canal Imperial de Aragón (Zaragoza, Museo de Bellas Artes) con el que tiene concordancias, que había sido encargado el 20 de septiembre de ese año y concluido en julio de 1815. Fernando VII aparece en el retrato del Prado revestido de los símbolos de su realeza: En pie, completamente de frente, sostiene en la mano derecha el cetro, como bastón de mando, con las armas de Castilla y León. Se envuelve en el manto de color púrpura forrado de armiño y ostenta el Toisón de Oro, que cuelga del gran collar de Maestre de la Orden, así como la banda de la Orden de Carlos III, que rodea su pecho. El rey ocupa un espacio totalmente desnudo, que no incluye, como era habitual, referencia alguna a la estancia en la que se encuentra; no aparece, por ejemplo, la mesa con la corona ni los grandes cortinajes que encarnaban asimismo la magnificencia del poder real. En ese sentido, el retrato del rey se vincula con algunos de los más sobrios retratos que Velázquez pintó de Felipe IV (P01182), aunque Goya parece utilizar esa austeridad para despojar al rey de la majestad y nobleza que expresaban sus antecesores. La radiografía muestra algunos arrepentimientos, con cambios en la figura. Por otra parte, el rostro ejecutado con gran detalle revela que el retrato se pintó del natural, ejecutando Goya los bordados del manto y otros elementos con una técnica de gran riqueza de pigmentos y empastes diversos, que se proyecta en relieve sobre la superficie del lienzo, hasta entonces no utilizada con la libertad potente y novedosa que revela aquí. De un calco de la cabeza de este retrato deriva el Retrato de Fernando VII ante un campamento militar (P00724).
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Goya. 'Saturno devorando a sus hijos'. 1819-1823, técnica mixta sobre pintura mural pasada a lienzo. Museo del Prado, de la serie de Pinturas negras, de Francisco de Goya.
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Goya. Al aquelarre (Asmodea), 1819-1823, técnica mixta sobre pintura mural pasada a lienzo, 127 x 263 cm. Museo del Prado.
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Goya. Hombres leyendo. 1819-1823, técnica mixta sobre pintura mural pasada a lienzo. Museo del Prado. La escena que representa este cuadro se ha visto como una de las tertulias políticas clandestinas que se produjeron en los agitados años del Trienio Liberal.
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Goya. Dos viejos comiendo. 1820-23. Técnica mixta. Revestimiento mural, 49,3 cm x 83,4 cm. Museo del Prado.
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Goya. Duelo a garrotazos. 1820-23. Técnica mixta. Revestimiento mural, 125 cm x 261 cm. Museo del Prado.
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Goya. La era o el verano, 1786, óleo sobre lienzo, 276 x 641 cm. Sala de cartones. Museo del Prado.
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Goya. La gallina ciega. 1788. Óleo sobre lienzo, 41 x 44 cm. Sala de cartones. Museo del Prado.
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Goya. El cacharrero. 1778-79. Óleo sobre lienzo, 259 x 220 cm. Sala de cartones. Museo del Prado.
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Goya. Baile a orillas del Manzanares. 1776-77. Óleo sobre lienzo, 272 x 295 cm. Sala de cartones. Museo del Prado.
Otras imágenes del Prado
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El nuevo espacio del Museo del Prado acoge 176 obras, todas pertenecientes a las colecciones del siglo XIX. La actuación forma parte del plan de reordenación de colecciones 'La otra ampliación' 2009-2012 que está acometiendo la pinacoteca. De esta manera se podrá dar por fin continuidad temporal y artística a la colección del museo desde Goya a la modernidad, pasando por obras de Sorolla, Madrazo, Jiménez Aranda, Domingo Marqués y otros artistas decimonónicos. En la imagen la escultura de Sabino de Medina, La ninfa Uurídice mordida por la víbora.
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Vista de las nuevas salas del Museo del Prado dedicadas a las colecciones del siglo XIX.
La nueva organización del Prado se articula en torno a 12 salas ordenadas de forma cronológica y en función de diferentes tendencias y géneros que se sucedieron a lo largo del siglo XIX. La principal incorporación a este concepto expositivo es la sala de presentación de colecciones: una sala de estudio o de carácter temático que mostrará periódicamente conjuntos de obras que hasta el momento no se han podido ver y que se inaugura con varios paisajes de Aureliano Beruete donados al museo por la familia del artista. En la ima gen vemos un detalle de la escultura "Venus y Marte" del italiano Antonio Cánova
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Antonio Cánova (1757-1822), Venus y Marte. Museo del Prado
Tras la primera sala de pintura de historia, flanqueada por la escultura 'Sagunto', de Agustín Querol, el recorrido continúa con Fortuny y Rico, antesala de Raimundo de Madrazo, de camino al realismo de Carlos de Haes, y al naturalismo de Pinazo y Muñoz Degrain. Joaquín Sorolla concluye este recorrido de visita con lienzos como 'Chicos en la playa' y '¡Aún dicen que el pescado es caro!'. Así se abre paso de nuevo a la sala de presentación de colecciones. En la imagen podemos la escultura "Sagunto" de Agustín Querol.
La disposición de obras se complementará y aderezará con la presencia de artistas europeos que servirán de contrapunto al desarrollo de prácticas artísticas españolas. Antonio Cánova, Bartolomeo Thorwaldsen, David Roberts, Alma Tadema o Meissonier. En primer plano observa la sensacional es cultura de Camilo Torregiani, Isabel II, velada, es uno de los escultores extranjeros invitados en las salas del siglo XIX del Prado.
"Nunca antes se ha mostrado un recorrido tan completo de la colección que sitúa al Museo del Prado a las puertas del siglo XX", señaló hoy su director, Miguel Zugaza, orgulloso de esta nueva "puesta en escena de las colecciones" del siglo XIX, que incluye un repaso de las principales tendencias y géneros del arte.
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Puerta de Murillo del Museo del Prado. Madrid
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Vistas de la fachada principal del Museo del Prado, con la estatua de Velázquez. El Museo Nacional del Prado. Es una de las pinacotecas más importantes del mundo, y cuenta con una inigualable colección de pintura española, italiana y flamenca. Tiene su sede en Madrid, España. También cuenta con una excelente colección de escultura y artes decorativas.

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megaurbanismo
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Re: Museo del Prado, Siglo XIX

Mensaje por megaurbanismo » Sab, 22 Oct 2022, 18:20

La colección de esculturas del Museo del Prado del siglo XIX
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La defensa de Zaragoza, de José Álvarez Cubero, estatua actualmente ubicada en el nuevo vestíbulo de la ampliación del Museo del Prado.
La colección de esculturas del siglo XIX se inicia en 1826, cuando José Álvarez Cubero, primer escultor de cámara, selecciona para el Real Museo de Pinturas algunas piezas de arte clásico y neoclásico, que se irán uniendo sucesivamente a obras hoy expuestas en sala de los neoclásicos José Ginés, Antonio Solá, Ramón Barba (esculpió en 1930 los 16 medallones circulares en la fachada principal, ya presentados más arriba), y el mismo Álvarez Cubero. En 1838 el Museo pasa a llamarse Real Museo de Pintura y Escultura y se inauguran las salas de escultura.
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Mercurio, de Ramón Barba. 1806. Mármol, 59 x 45 x 138 cm. 140 kg. Museo del Prado. El escultor moratallero Ramón Barba, realizó también obras de carácter mitológico de notable elegancia, como fue la estatua de Mercurio, adquirida en su momento por la Corona.
En los años sucesivos llegarán esculturas de los pensionados en Roma pasadas a material definitivo (José Piquer, Sabino de Medina, José Pagniucci), y sobre todo obras premiadas en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes pasadas a material definitivo (el Cristo yacente de Agapito Vallmitjana, La Tradición de Agustín Querol, o el Ángel caído de Ricardo Bellver, hoy en el Parque del Retiro). También se incorporaron obras del siglo XIX adquiridas de las colecciones del Marqués de Salamanca o la duquesa de Osuna, principalmente italianas. Así, los escultores vivos tuvieron una presencia constantemente ampliada en el Museo.
Debido a los problemas de espacio, las esculturas del siglo XIX pasaron en 1896 al recién creado Museo de Arte Moderno. Allí se continuó dando cabida a las obras decimonónicas y tramitando decenas de depósitos, fundamentalmente en diversos museos españoles, hasta 1971, cuando regresaron al Prado para instalarse en el Casón del Buen Retiro, y finalmente en 2009 incorporarse a la exposición permanente del edifico Villanueva.
Álvarez Cubero en el Museo del Prado
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Medallón dedicado al escultor José Álvarez Cubero (aunque su apellido lo ponen como Albarez) en la fachada del Museo del Prado, realizado por Ramón Barba en 1830
José Álvarez Cubero (Priego de Córdoba, 23 de abril de 1768 - Madrid, 26 de noviembre de 1827) fue un escultor español que realizó una gran parte de su carrera en París y Roma.
José Álvarez Cubero, nacido en Priego de Córdoba, cuyo padre, Domingo Álvarez, era un tallador de piedra, realizó sus primeros estudios en Córdoba, Granada y Madrid, donde fue admitido en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. El 21 de julio de 1799 recibió una beca de la casa real para proseguir su formación en París donde el 28 de septiembre fue registrado como alumno en la École des Beaux-Arts y más tarde, aunque se desconoce la fecha precisa, integrado en el equipo del taller del artista Jacques-Louis David.
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Diana cazadora. 1809 - 1815. Técnica: Esculpido; Dorado. Materia: Mármol de Carrara. Medidas: 137 x 66 x 60 cm - 155 kg. Museo del Prado.
Obra de José Álvarez Cubero.
Inspirada en la Antigüedad, la escultura representa a la diosa romana de la naturaleza, los bosques y la caza, con sus atributos más característicos, el arco y la flecha que intenta sacar de forma delicada del carcaj. El avance del cuerpo muestra la vitalidad de la figura en movimiento. Álvarez Cubero la concibió en Roma y la vendió a Fernando VII poco antes de fallecer.
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Apolo. 1814 - 1815. Técnica. Esculpido. Materia: Mármol. Medidas, 150 x 55 x 31 cm. - 172 kg. Museo del Prado. Obra de José Álvarez Cubero.
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Fernando VII, rey de España. Hacia 1825. Esculpido. Materia: Mármol. Medidas: 74 x 60 x 30 cm - 80,6 kg. Museo del Prado. Obra de José Álvarez Cubero.
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Gioacchino Rossini. 1820 - 1827. Técnica. Esculpido. Materia: Mármol. Medidas: 68 x 34 x 30 cm - 48,8 kg. Museo del Prado. Obra de José Álvarez Cubero.
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Joven con un cisne. 1810- 1827. Técnica. Esculpido. Materia: Mármol. Medidas: 138 x 93 x 89 cm - 424 kg. Museo del Prado. Obra de José Álvarez Cubero.
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María Luisa de Parma, sedente. 1816. Técnica. Esculpido. Materia Mármol. Medidas: 140 x 75 x 80 cm. Museo del Prado. Obra de José Álvarez Cubero.
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Isabel de Braganza, obra de José Álvarez Cubero. Estatua de mármol de Isabel de Braganza (1797–1818), esculpida hacia 1826 en estilo neoclásico. Dimensiones 145 x 77 x 140 cm. La reina Isabel de Braganza, considerada la inspiradora del Museo, en una estatua de José Álvarez Cubero perteneciente a la propia colección del Museo Prado, procedente de la Colección Real.
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Estatua a tamaño natural de la reina Isabel de Braganza (1797-1818) segunda esposa de Fernando VII (1784-1833) realizada a título póstumo.
La Reina aparece sentada sobre una silla adornada con figuras de castillos, leones y flores de lis, vistiendo una túnica ceñida por un cinturón y luciendo manto y diadema perlada, indumentaria muy del gusto de la época. En su composición recuerda a la Agripina del Museo Capitolino de Roma.
Esta obra neoclásica fue encargada expresamente por el Monarca para el Museo del Prado, en cuya creación la Reina jugó un importante papel. Está considerado como uno de los últimos trabajos de Álvarez Cubero, Primer Escultor de Cámara del Rey, que falleció sin poder terminarla. Su maestro fue el gran escultor neoclásico Antonio Canova, de quien aprendió la delicadeza del modelado, el ideal clásico, la sobriedad, la elegancia y la perfección técnica.
La obra fue trasladada desde Roma, ciudad en la que residía el artista, hasta Madrid, en 1828.
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La defensa de Zaragoza. 1825. Técnica: Esculpido en mármol de Carrara. Medidas; 280 x 210 x 112 cm - 3500 kg. Museo del Prado. Obra de José Álvarez Cubero.
La escena alegórica representa el asedio de la ciudad de Zaragoza, que serviría posiblemente para reforzar su adhesión a Fernando VII. La gran novedad es la elección de una gesta épica del mundo contemporáneo y su tratamiento desde un punto de vista clásico, es decir, la síntesis entre la representación de un hecho del conflicto bélico, que ya es una elección de gran modernidad, unida al desnudo heroico, al vigor y la sensibilidad de la tragedia griega. Se trata, por tanto, de una obra de creación en la que se funden claras evocaciones clásicas, del Renacimiento y de sus contemporáneos, así como la elaboración de un tema con variadas lecturas, entre las que se encuentran la representación de la juventud, la vejez, Virgilio, La Ilíada, etc. La inspiración para la composición puede verse en el grupo Ercole y Lica, de Canova y también en recuerdos miguelangelescos en el estudio anatómico y otros muchos ejemplos que le rodeaban en Roma.Una vez concluido el grupo en yeso, lo expuso en su estudio romano en 1818, donde se referían a él como Néstor defendido por su hijo Antíloco (héroes de la guerra de Troya) y tuvo gran éxito. Fernando VII, a quien ofreció el yeso en obsequio a su patria, costeó su ejecución en mármol que fue comunicada al embajador en Roma por R.O. de 1820. Contó para ello con la colaboración desde Carrara de Ferdinando Fontana y con dos ayudantes, Carlos Monti y Constantino Borghese, para desbastar y tallar la obra y trasladarla a Roma, donde tuvo un gran eco en el ambiente artístico. Álvarez Cubero detallaba periódicamente los gastos al entonces embajador en la Santa Sede José Narciso Aparici hasta agosto de 1824, fecha en la que concluye el grupo escultórico. En 1826, el Secretario interino del Estado y del Despacho, Manuel González Salmón, comunicaba al duque de Híjar la decisión de Fernando VII de enviar el grupo al Real Museo de Pinturas. A su llegada a Madrid se exhibió públicamente durante el mes de octubre de 1827 y recibió grandes elogios, que continuarían durante años en periódicos y publicaciones, siendo considerada su obra cumbre. En el inventario de 1834 la obra fue valorada en 260.000 reales, la cantidad más alta entre todas las obras de la Colección Real (Texto extractado de Azcue Brea, L.: El siglo XIX en el Prado. Museo del Prado, 2007, pp. 392-397).
Agustín Querol en el Museo del Prado
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Retrato de Agustín Querol, hacia 1905 por el fotógrafo Kaulak, recogido en la revista española La Ilustración Española y Americana.
Agustín Querol Subirats (Tortosa, 17 de mayo de 1860 - Madrid, 14 de diciembre de 1909) fue uno de los mejores artistas del final del XIX. Fue muy criticado por la amistad con Antonio Cánovas del Castillo, a quien acusan de beneficiarse ante otros de la protección del influyente político.
Proviene de una familia humilde, por lo que desde muy joven se vio obligado a compaginar sus estudios con el trabajo en una panadería. Finalmente logró ir a Barcelona, donde asistió a las clases de La Lonja y al taller de los hermanos Vallmitjana.
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Agustín Querol. Saguntol. 1886, mármol, 230 x 120 x 94 cm. Actualmente está expuesta en el Museo del Prado, en las nuevas salas dedicadas a artistas españoles del siglo XIX.
Una madre hunde en su pecho un puñal, con el que previamente ha dado muerte a su hijo, para impedir ser capturados por los soldados cartagineses que, mandados por Aníbal, asediaban Sagunto, ciudad protegida por Roma durante la Segunda Guerra Púnica, hacia el año218 a. C. Realizada en Roma, la escultura combina un estudio realista con una fuerte carga expresiva y dramática.
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Agustín Querol. Niño desnudo. Hacia 1900. Esculpido en mármol. Medidas: 60 x 50 x 43 cm. Museo del Prado.
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Agustín Querol. Cabeza de San Francisco. Cronología: Último cuarto del siglo XIX - Principio del siglo XX. Técnica: Fundido. Bronce. 50 cm - 35,2 kg
Se trata de una obra especialmente representativa del arte de Agustín Querol como autor de escultura religiosa, por la gran calidad y fuerza plástica de la pieza. En 1892 se publicó una imagen de esta cabeza, probablemente en barro, en la que pendía del cuello un crucifijo que no se incluye ni este bronce ni en otras versiones del mismo, tanto en mármol como en bronce.
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Agustín Querol. Tulia. 1887. Esculpido en mármol de Carrara. Medidas: 70 x 53 x 53 cm. - 122,2 kg. Museo del Prado.
Cabeza de mármol que representa a la romana Tulia, hija de Servio Tulio. La leyenda cuenta que se hizo cómplice de su marido para asesinar a su padre, pasando su carro sobre el cadáver por una calle que se llamó después Vicus Sceleratus. Esta obra tiene una estrecha relación con la cabeza marmórea Victa del italiano Francesco Jerace (1853-1937), en 1880 premiada en la Exposición Nacional de ese año en Turín, y que se conserva en Nápoles en el Museo Civico Gaetano Filangieri. También se puede relacionar en la fuerza expresiva con la cabeza Bellone de Auguste Rodin. El Museo del Prado convserva una versión de esta cabeza (E 799).
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Agustín Querol. La Tradición. 1887. Técnica: Vaciado a molde. Yeso. 150 x 60 cm. Museo del Prado.
Con esta obra consiguió el autor su primer reconocimiento importante, pues fue Primera Medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1887. El 19 de julio de 1887 el Museo del Prado recibió el yeso adquirido por el Estado en 8.000 pesetas del que hoy posee el fragmento del grupo de niños que fue depositado en Barcelona. El yeso logró la medalla de oro en la Exposición Universal de Barcelona en 1888, y participó en la Universal de París de 1889, donde obtuvo una medalla de plata. La obra fue fundida en bronce en 1889 (E00912). En los años ochenta y noventa del siglo XIX la obra fue muy valorada y apareció reproducida en multitud de ocasiones. El grupo presenta una enjuta anciana, coronada por hiedra como símbolo de la tradición, en un momento de tensión en que está relatando una historia emocionante, con la que tiene embelesados a dos niños, mientas se acompaña de un cuervo que le susurra al oído, y se rodea de libros que simbolizan la tradición materializada. Aunque hoy pueda sorprender, se debe contemplar en el contexto artístico del siglo XIX, y por tanto valorar la originalidad y el carácter rompedor del grupo, y su particular lenguaje, tanto en el tema como en su naturalismo efectista. De ahí su gran valoración durante años. Obra de excepcional realismo, muestra una gran minuciosidad y refleja su esmerada formación técnica en el estudio anatómico de los niños y de la anciana, tanto que hubo autores coetáneos como Alfredo Vicenti o Segovia Rocaberti, que dudaron si las figuras podían proceder de un vaciado del natural. Pero, en realidad, se trata de una manifestación de su fuerte personalidad, muy expresiva, que también caracterizaría el resto de sus obras, llegando a lo anecdótico, al efectismo, e intentando redescubrir la energía palpitante del bronce, la vibración interior y los efectos pictóricos. Fue una destacada aportación de calidad plástica a la evolución escultórica. La pieza se deterioró por estar expuesta a la intemperie durante décadas.
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Agustín Querol. La Tradición. 1889. Técnica: Fundido. Bronce. Medidas: 160 x 75 x 75 cm - 546,6 kg. Museo del Prado.
El grupo presenta una enjuta anciana, coronada por hiedra como símbolo de la tradición, en un momento de tensión en que está relatando una historia emocionante, con la que tiene embelesados a dos niños, mientras se acompaña de un cuervo que le susurra al oído, y se rodea de libros que simbolizan la tradición materializada. Obra de excepcional realismo y gran minuciosidad, refleja una esmerada formación técnica en el estudio anatómico de los niños y de la anciana. Se trata de una manifestación de la fuerte personalidad del artista, muy expresiva, que también caracterizaría el resto de sus obras, llegando a lo anecdótico, al efectismo, e intentando redescubrir la energía palpitante del bronce, la vibración interior y los efectos pictóricos.
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Agustín Querol. Cabeza de mujer que grita. Hacia 1888. Esculpido en mármol blanco. Medidas: 60,5 x 35 x 35 cm - 56,8 kg. Museo del Prado.
Cabeza de una gran fuerza expresiva, en línea con una tipología de bustos femeninos de formas rotundas y dramáticas, que el escultor desarrolló con audacia y también con realismo, particularmente durante su estancia en Roma, y en las que dominan los efectos pictóricos, consiguiendo expresar plásticamente la idea de ímpetu y energía. Estas cabezas de gran personalidad representan, fundamentalmente, dos iconografías en las que el artista fue fidedigno al carácter histórico del personaje. Por un lado, interpretó el rostro de Tulia en varias ocasiones, por la posibilidad que le ofrecía una historia tan dramática, en la que la feroz hija de Servio Tulio pasó con su carro sobre el cadáver de su padre. Estas cabezas rompían con la tradición y el planteamiento académico, y producían una impresión de viva realidad y gran fortaleza, a la vez que evocaban la Antigüedad clásica. En ellas, encontramos una cierta filiación con el movimiento modernista. Por otro lado, realizó varias versiones y estudios de cabezas del rostro de una de las figuras del grupo que, de su mano, posee el Museo del Prado, una valiente composición en mármol titulada Sagunto (E00889) de 1886-1888 en donde una madre tiene sobre sí a su hijo pequeño muerto y se está dando muerte con un puñal ante la entrada de las legiones romanas. La Cabeza de mujer que grita se vincula a esta serie, y se observa como el rostro trasmite la fuerza de la desesperación y la valentía de la madre, aunque en la figura del grupo, la cara, por razones obvias, está más desencajada, pues busca lo expresivo mucho más allá de la situación narrada. Se trata en definitiva, de un retrato lleno de vida, en el que el material ha perdido su dureza para dar forma y convencer del dramatismo buscado, manteniendo la severidad y la nobleza de la expresión. Es un destacado testimonio de este escultor que, discípulo de los hermanos Vallmitjana, fue pensionado por dos veces en Roma, donde desarrolló su capacidad creativa y asumió las nuevas corrientes expresivas. Cinceló un excepcional número de esculturas de gran efectismo, tanto de encargos oficiales como privados, contando desde los inicios con la protección de Antonio Cánovas del Castillo. En toda su obra es característica común la minuciosidad y la emoción estética. Su prematuro fallecimiento a los cuarenta y nueve años, privó a la escultura de una gran figura (Texto extractad de Azcue, Leticia: Museo Nacional del Prado. Memoria de Actividades, 2010, pág. 36-37).
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José Ginés. Venus y Cupido, h. 1807, mármol de Carrara, 150 x 58 x 40 cm. 260 Kg. Museo del Prado.
José Ginés (Polop, Alicante, 1768-Madrid, 1823). Escultor español. Se formó en las Academias de San Carlos de Valencia y San Fernando de Madrid, y de esta última llegaría a ser director general en 1817. Para el futuro Carlos IV, cuando era todavía príncipe de Asturias, realizó, entre otros conjuntos, La degollación de los inocentes para el «Nacimiento del príncipe», que constaba de cinco mil novecientas cincuenta piezas. Gracias a esta colaboración llegó a ser escultor de cámara. Cultivando las tendencias más clásicas muestra en su Venus y Cupido evidentes ecos de la estatuaria helenística, a pesar de no haber salido nunca de España. En esta obra demuestra su habilidad para realzar una obra neoclásica y consigue unos volúmenes bien concebidos e integrados con gran suavidad.
Este grupo, excepcional por su factura de puro Neoclasicismo, es uno de los destacados ejemplos que testimonian la capacidad evolutiva y la versatilidad dentro de las creaciones de los escultores que trabajaron en comienzo del siglo XIX. Esta obra de Ginés es sorprendente en lo que representa de contraste con la mayor parte de su producción, tanto en planteamiento como en materiales, puesto que este artista fue un exponente de la escultura de tradición barroca. Sin embargo, con esta Venus manifiesta su asimilación de la estética neoclásica en su máxima expresión. La obra, modelada con extrema delicadeza, muestra la herencia clásica aprendida en su entorno cercano, ya que no tuvo la oportunidad de estudiar fuera de España. Es decir, que fue capaz de crear este ejemplo de gran clasicismo sin tener de cerca los modelos de la Antigüedad. Representa a Venus salida de la concha con Cupido, concentrándose el peso del grupo en la figura femenina como protagonista única de la escena: la diosa madre del Amor ha surgido como si fuera una perla, de la concha que aparece a sus pies, quedando Cupido relegado en la escena, en la que sólo juega tirando del paño que Venus utiliza para tapar su desnudez. Es una escultura amable en la que el desnudo, reposado y sereno, busca sobre todo el canon clásico de belleza, elegante y depurada, testimonio de la propia madurez estética del artista. La obra enlaza con la tradición de este tema en el arte neoclásico español, marcado por la Venus de la Concha (1793), de Juan Adán (1741-1816) encargada por la duquesa de Osuna. Además remite a las Venus clásicas, como la de Médicis y presenta ciertas analogías con las interpretaciones de Canova.
Antonio Solá (Barcelona, 1782/1783-Roma, 1861). Escultor español. Discípulo de la Escuela de La Lonja de Barcelona, en 1802 consiguió una pensión para Roma, donde permaneció durante toda su vida y fue seguidor de Thorvaldsen. Estuvo en prisión en 1808 con otros artistas españoles por negarse a reconocer a José Bonaparte como rey. Fue nombrado director de la Academia Española de Bellas Artes de Roma, así como escultor de cámara honorario en 1846. Cumplió con fidelidad sus compromisos enviando periódicamente obras a Madrid cargadas del gusto clásico, en el que se movía con gran de­senvoltura. Es autor, entre otras obras monumentales, de la estatua en bronce de Cervantes (1835) situada en la plaza de las Cortes de Madrid, del grupo Daoiz y Velarde de la plaza de la Moncloa y del obelisco del Dos de mayo. Con Álvarez Cubero y Damián Campeny, constituye la máxima representación de la escultura neoclásica española.
Obras
- El papa Pío VII, busto en mármol, 82 x 64 x 45 cm, 1815 (en dep. en el Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo) [E549].
- Blasco de Garay, mármol, 198 x 150 cm, firmado, 1850 (en dep. en el Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo) [E550].
- Ceres, mármol de Carrara, 135 x 50 cm, 1815 (en dep. en el Museo de San Telmo, San Sebastián) [E575].
- La Caridad romana, mármol de Carrara, 170 x 126 x 78 cm, 1851 [E731].
- Daoíz y Velarde, mármol, 1830 (en dep. en el Ayuntamiento de Madrid) [E946].
- Tulia, hija de Cicerón, lee delante de su padre una de sus composiciones literarias, tinta y aguada sobre papel, 128 x 180 mm, 1803-1861 [D7410].
- Copa, mármol blanco, 40 x 42 cm, h. 1830 [O518].
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Antonio Solá. La Caridad romana, 1851, mármol de Carrara, 170 x 126 x 78 cm. Museo del Prado.
Una de las obras más tardías de la producción de Solá, aborda un tema poco habitual en la iconografía escultórica, particularmente del siglo XIX. El asunto representa la historia de Cimón y Pero que relata un ejemplo de amor filial de un hombre encarcelado alimentado por su hija, ésta utiliza su leche para darle sustento. Este tema de origen pagano es relativamente frecuente en pintura, permitiendo los grabados también su difusión. El tema lo abordó con absoluta maestría, realizando una composición muy serena, totalmente distanciada de las composiciones pictóricas donde, en ocasiones, las figuras casi se enfrentan. El padre se representa de una manera decorosa, sentado y sin ninguna expresión de congoja, en la línea de la severidad neoclásica. La versión de Solá ofrece un destacado ejercicio de cuidado y minucioso modelado, y también está tratado con la frialdad neoclásica ante un tema tan intenso, sin ninguna voluptuosidad, con dignidad y nobleza, apareciendo las figuras casi como dos seres aislados, evitando lo descarnado de la escena. Se trata de una temática que representa una actitud moral que, en este sentido, enlaza con la Antigüedad clásica de los exempla de virtud, siendo además utilizada por el escultor para mostrar el tratamiento del cuerpo humano, sobre todo en el modelado del torso del padre y en el suave contraste entre la representación de la juventud y la madurez, según una estética que se relacionaba más con su propia producción anterior que con las tendencias artísticas imperantes en aquellos años (Texto extractado de Azcue, L.: "Il Cavaliere Antonio Solá, escultor español y Presidente de la Academia romana de San Lucas". Boletín del Museo del Prado, 43, 2007: 18-31)
Luis Salvador Carmona (Nava del Rey, Valladolid, 1709 - Madrid, 1767). Fue uno de los mejores escultores del siglo XVIII, no sólo por su gusto y refinamiento, sino por la acertada síntesis que hace en su obra de lo hispánico y lo internacional que él conocía a través de múltiples referencias. Compagina su faceta de imaginero tradicional, que bebe directamente de las fuentes de Gregorio Fernández, con un refinamiento de contenido rococó. En la última etapa de su vida su obra presenta clarísimos rasgos neoclásicos. Fue el primero de una importante familia de artistas.
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Luis Salvador Carmona. San Isidro Labrador. 1753-61. Técnica: Esculpido. Mármol, 88 cm x 124 x 19 cm - 255,6 kg. Procedencia: Colección Real. Museo del Prado.
En medio de la composición, el santo en pie, con la azada, en actitud de éxtasis místico. A la derecha, Santa María de la Cabeza trae una mazorca, y a la izquierda, el caballero Vargas se arrodilla para saludar al Santo, descendiendo de un corcel que un criado retiene por la brida. En el fondo, a la izquierda, se ven edificios madrileños y a la derecha, el ángel con la yunta, mientras bajan de los cielos bellos querubines. Uno de los treinta y dos relieves (cuatro de ellos sin acabar) destinados a la decoración de los pasillos del Palacio Real, proyectada por Fernando VI e iniciada en 1753. Fue interrumpido el proyecto por Carlos III en 1761, por considerar los relieves excesivamente aparatosos. Al Museo llegaron, en el siglo XIX, treinta y una de estas obras, nueve de ellas con escenas bélicas, siete con alegorías, siete con escenas religiosas y seis con consejos, además de dos representaciones de concilios, de las que una pudo ser diseñada para completar el conjunto de las asambleas políticas.
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Luis Salvador Carmona. San Dámaso y San Jerónimo. 1753-61. Técnica: Esculpido. Mármol, 86 cm x 125 cm x 23 cm. - 255,6 kg. Procedencia: Colección Real. Museo del Prado.
El Papa San Dámaso, de origen español, que recibe el manuscrito de la Vulgata, de manos de San Jerónimo, doctor de la Iglesia. El santo, con hábito de Cardenal, se arrodilla ante el Papa; a la derecha se ven las figuras juveniles de los discípulos y a la izquierda el séquito del Pontífice. Son admirables las calidades de los ropajes y la vitalidad de los rostros. Los peldaños curvos del trono papal están en perspectiva lago ingenua, pero riman muy bien con la silueta elíptica del relieve. Uno de los treinta y dos relieves (cuatro de ellos sin acabar) destinados a la decoración de los pasillos del Palacio Real, proyectada por Fernando VI e iniciada en 1753. Fue interrumpido el proyecto por Carlos III en 1761, por considerar los relieves excesivamente aparatosos. Al Museo llegaron, en el s. XIX, treinta y una de estas obras, nueve de ellas con escenas bélicas, siete con alegorías, siete con escenas religiosas y seis con consejos, además de dos representaciones de concilios, de las que una pudo ser diseñada para completar el conjunto de las asambleas políticas.
José Piquer y Duart(Valencia, 1806-Madrid, 1871). Escultor español. Hijo y nieto de escultores, aprendió los rudimentos del oficio en el taller familiar y los completó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1836 se marchó a México, donde hubo de satisfacer numerosos encargos, viajando posteriormente a Estados Unidos y París, donde se estableció un tiempo. Cuando en 1841 regresó a Madrid, inició una escalada de nombramientos que se remató con el de profesor de composición y modelado natural en la Escuela Superior de Bellas Artes y el de primer escultor de cámara en 1856. Su amplia producción es un fiel reflejo de la época, entre cuyos estilos, tanto clásico como realista, parece moverse con libertad, apoyado en una habilidad excepcional en el modelado. Fue el último primer escultor de cámara de los reyes de España.
José Piquer. Isabel II, mármol, 198 cm (en dep. en la Biblioteca Nacional, Madrid) [E892].
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José Piquer. San Jerónimo, 1844, bronce, 105 x 148 x 99 cm. 423,8 kg. Museo del Prado.
La concepción de esta obra, en la que San Jerónimo escucha las trompetas del Juicio Final, nació vinculada al viaje que Piquer había hecho en París en 1840. Allí realizó el yeso en 1842, consiguiendo un amplio reconocimiento por este grupo en bronce que enlazaba con la tradición española, incluso con algún elemento barroco, buscando la fuerza expresiva. Considerada su obra más notoria y una referencia para lo que se considera como escultura romántica, al aportar una plástica muy personal, un acercamiento más retórico, y cierta emotividad y libertad en el tratamiento técnico de un tema religioso.La elección del tema fue difícil por la crudeza del mismo, ya que presenta a un anciano semidesnudo que ha superado los rigores del ascetismo, por lo que el artista intentó irradiar, sobre todo el sentimiento del alma, acompañado técnicamente por el estudio de paños. Se planteó como un juego de contrastes entre la tensión del momento que se representa frente a la tranquilidad del león. Se caracteriza por una expresión realista del estudio del natural, que busca la mayor expresividad y viveza, a la vez que una elegancia destacada y sobria en el modelado, que significó una evolución artística en su tiempo.En 1844, y con gran éxito, participó con el yeso en la Exposición del Liceo Artístico y Literario. Isabel II mandó fundir en bronce la escultura en 1845. Estuvo primero en la Real Biblioteca, pasando al Real Museo en 1847. José Piquer Duart (Valencia, 1806-Madrid, 1871) estudió en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, y viajó a París, México y Estados Unidos. En París conoció a los escultores franceses D´Angers y Rude, de los que aprendió a transmitir la fuerza expresiva que se ve en este grupo de bronce. Cultivó los retratos reales y el tema histórico. Académico de San Fernando, fue nombrado en 1847 teniente director de Escultura, y en 1858 primer escultor de cámara hasta 1866. (Texto extractado de Azcue Brea, L., El siglo XIX en el Prado, 2007, pp. 401-403 y Azcue Brea, L., "La escultura española durante el romanticismo: continuidad y cambios" en El arte de la era romántica, 2012, pp. 350-351).
Sabino de Medina y Peñar[ (Madrid, h. 1812-1888). Escultor español. Ossorio (1883) afirma que nació en 1814 mientras Pardo Canalís (1958) fecha su nacimiento dos años antes. Estudió en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y como discípulo de Valeriano Salvatierra y Barriales hasta 1832 en que ganó el primer premio de escultura junto a Ponciano Ponzano y Gascón, obteniendo ambos una pensión para ir a Roma. Desde allí envió numerosas copias de obras clásicas y una primera versión de la ninfa Eurídice mordida por un áspid, realizando en 1865 otra en mármol que se compró para el Museo del Prado en 1882. En Roma estuvo seis años como discípulo de Tenerani. En mayo de 1831 fue nombrado junto a Juan Posse, y a propuesta de su maestro, ayudante de restauración de escultura del Real Museo de Pinturas y en 1838 académico de mérito y número. Colaboró en el obelisco del Dos de mayo, esculpió el río Lozoya para el Canal de Isabel II, las Cariátides del Congreso y, en 1871, la escultura de Murillo, situada en la plazuela de la fachada sur del Museo del Prado, que es una reproducción de la realizada para Sevilla años antes.
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Sabino de Medina. La ninfa Eurídice mordida por la víbora, 1865, talla en mármol, 83 x 106 x 51 cm. 246 Kg. Museo del Prado.
La ninfa, mujer de Orfeo, se representa tras ser mordida por la serpiente que provoca su muerte y descenso al Hades. Sin embargo, la expresión de su rostro no refleja el dolor del trágico momento.Por su clasicismo, serenidad, perfecta factura y dominio técnico está considerada la obra más destacada de Sabino de Medina. Realizada inicialmente en yeso, durante su estancia como pensionado en Roma, no fue ejecutada en mármol hasta diecinueve años después.
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El Cristo yacente de Agapito Vallmitjana, expuesto en las salas del Prado, dedicadas a artistas españoles del siglo XIX.
Agapito Vallmitjana Barbany (Barcelona, 1833-1905). Escultor español. Hermano del también escultor Venancio Vallmitjana. Los dos trabajaron en común durante largo tiempo y en ocasiones es difícil atribuir las obras a uno u otro. Aunque en su época disfrutó de menor fama y reconocimiento que su hermano, probablemente es un escultor de mayor categoría artística. Se formó junto a Venancio y bajo la tutela de Damián Campeny en la Escuela de La Lonja de Barcelona. Ambos hermanos organizaron un taller conjunto que mantuvieron hasta 1883, y en el que ­realizaron su primer encargo importante: las figuras de la Fe y de los cuatro Evangelistas para la iglesia de los Santos Justo y Pastor de Barce­lona, en 1854. Fue miembro de la de Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid y profesor de la Academia Provincial de San Jorge, segregada de La Lonja, y de la propia Lonja, donde llegó a ser catedrático e impartió clases al escultor Pablo Gargallo. En 1860 se encargó, junto a su hermano, de restaurar los detalles arquitectónicos de la Audiencia de Barcelona. Ese mismo año realizó la figura de Isabel II y el príncipe de Asturias (Prado). Presentó obra a las Exposiciones Nacionales y en la edición de 1862 consiguió segunda medalla con San Sebastián. En la de 1864 logró tercera medalla. En 1865 realizó las estatuas de Alfonso X el Sabio y Luis Vives para la Universidad de Barcelona. Con su hermano, esculpió los bajorrelieves de las cuatro Virtudes cardinales del panteón de don Francisco Permayer y la fuente del parque de la Ciudadela de Barcelona, en la que él se ocupó de las figuras de la Agricultura y la Marina. También realizó obras fuera de Cataluña, como uno de los apóstoles de la renovada iglesia de San Francisco el Grande de Madrid, la estatua ecuestre de Jaime i el Conquistador en Valencia y la escultura de Mateo Benigno de Moraza en Vitoria. En el último tercio del siglo, tuvo una gran demanda de retratos y de esculturas de carácter funerario, llevando a cabo sepulcros de importantes persona­lidades en edificios religiosos, como el del Cardenal Lluch en la catedral de Sevilla o el del Obispo Urquinaona en la iglesia de la Merced de Barcelona, de 1885. Su obra muestra un complejo desarrollo de los principios del eclecticismo historicista al servicio de las más variadas tipologías. Recurre con frecuencia a prototipos históricos subrayando los contenidos sentimentales. Sus esculturas poseen una grandiosa solemnidad de aire antiguo, aunque no ajena a preocupaciones realistas. Parte de su producción tiene mayor movimiento que la de su hermano, pero su escultura es más interesante cuando muestra mayor serenidad. Son propiedad del Prado, además de un yeso de mediano tamaño que representa a San Juan en el desierto, dos de sus obras más significativas, el ya citado retrato de ­Isabel II y el príncipe de Asturias y un Cristo yacente. La escultura de la reina fue encargada por la propia Isabel II y es una obra realista y vivaz probablemente basada en un boceto de Venancio. Cristo yacente, inspirado en modelos de Gregorio Fernández, es su escultura más famosa y ha sido muy alabada por su insuperable virtuosismo. En ella se unen el cuidado de la talla, la perfección de la anatomía, la serena belleza y la expresión de una delicada y profunda emotividad. Se presenta en la Exposición Universal de Viena de 1873.
Agapito Vallmitjana. San Juan en el desierto, yeso, 130 x 70 cm, firmado (en dep. en el Museo de Belas Artes da Coruña) [E600].
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Agapito Vallmitjana. Isabel II y el príncipe de Asturias, mármol, 200 x 120 cm, firmado, 1860 (en dep. en el Palacio de Pedralbes, Barcelona) [E569].
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Agapito Vallmitjana. Cristo yacente, 1872, mármol, 43 x 216 x 72 cm. 830 Kg. Museo del Prado.
Esta obra entronca con la tradición imaginera española, con especial referencia a Gregorio Fernández, y con la tradición clásica de las bacantes dormidas. Pero Vallmitjana ofrece en ella una visión realista y severa, destacando su perfección técnica, su serenidad clásica y su sensibilidad, así como su sentido del decoro.Según consta en la documentación de la obra, el pintor Eduardo Rosales posó para el escultor.
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Miquel Blay Fábregas. Eclosión, 1905, mármol, 164 x 140 cm. Museo del Prado.
Miquel Blay Fábregas (Olot, Gerona, 1866-Madrid, 1936). Escultor español. Trabaja y se forma en Olot, en los talleres de Arte Cristiano de José Berga y Boix y del pintor Joaquín Vayreda, labrando imágenes religiosas. En 1888 viaja a Roma y, un año después, va a París becado por la Diputación Provincial de Gerona. En esta ciudad frecuenta la Academia Julian, la Escuela de Bellas Artes y el taller de Henri Michel Antoine Chapu. Después de tres años en París, permanece en Roma año y medio y vuelve a Olot en 1894. De nuevo en París, gana la medalla de honor en la Exposición Universal de 1900 y es nombrado caballero de la Legión de Honor francesa al año siguiente. En 1906 vuelve a España y se establece en Madrid. Miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando desde 1909 y, desde el año siguiente, profesor de la Escuela Superior de Bellas Artes de Madrid. Ostenta el cargo de director de la Academia de Bellas Artes de Roma de 1925 a 1930. Consigue primera medalla en la Exposición Nacional de 1892 por Los primeros fríos, galardón que repite en 1897 por Al ideal. En 1908, logra medalla de honor por Eclosión, conservada, como la anterior, en el Museo del Prado. En estas obras muestra cierta idealización propia de los escultores catalanes en torno al modernismo y la combinación de la línea clásica con una técnica de tipo impresionista. Realiza obras importantes en Barcelona, como La Cançó Popular para el Palau de la Música Catalana, en donde mezcla romanticismo y modernismo, recreándose en detalles suaves y delicados. En Madrid esculpe los monumentos al Doctor Rubio en el parque del Oeste; a Don Ramón Mesonero Romanos en los jardines del Pintor Ribera, en 1914; al Doctor Cortezo en el parque del Retiro, en 1921, y el grupo de La Paz en el monumento a Alfonso XII. Su estilo se sitúa entre la veneración de los valores creativos de la escultura clásica y una voluntad firme de superar el realismo descriptivo. Su escultura posee perfección técnica, verismo elegante, línea estilizada y captación psicológica. Es además un magní­fico y exigente dibujante, lo que se muestra en los once dibujos que se conservan en el Museo del Prado.
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Miquel Blay Fábregas. Niña desnuda (estudio para Los primeros fríos), h. 1892, mármol, 109 x 66 x 45 cm. Obra de Miquel Blay Fábregas
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Moneda para la exposición Nacional de Bellas Artes de 1915 (Imagen 1 de 2.) Cronología: 1915. Técnica: Acuñación. Materia: Plata. Diámetro: 50,5 mm - 52,2 gr. Museo del Prado. Autores: Mariano Benlliure y Gil y Miguel Blay y Fábregas
Las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes comenzaron a celebrarse en 1856 y fueron un acontecimiento de primer orden en la vida artística y cultural española hasta su extinción en 1968. Ya el Real Decreto que las creaba estipulaba que los premios consistirían en medallas y establecía incluso su valor, pero, por cuestiones económicas y administrativas, hubo que esperar algunos años para que, gracias entre otras cosas a la intervención entusiasta y tenaz de Eduardo Fernández Pescador, los premios pudieran revestir finalmente la forma de una medalla.La de la exposición de 1915 introduce, respecto a sus predecesores, novedades significativas, probablemente encaminadas a destacar el carácter artístico, y al menos el oficial, de la ocasión de forma acorde con las corrientes del momento. En el reverso habitual, de corona de laurel que encierra un campo en blanco, se sustituye en esta ocasión por un reverso figurado. El carácter plástico de las dos caras ofrece evidentemente más posibilidades icónicas y permite recurrir a la conjunción de tres artistas que figuran entre los medallistas más destacados del momento: los escultores Mariano Benlliure y Miguel Bray, para el anverso y el reverso respectivamente, y el grabador Bartolomé Maura, que se encargaría de grabar los troqueles y cuya presencia indicaría que la medalla se acuñó en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, para la cual la cooperación explícita de su grabador con los dos escultores sería también una novedad. La medalla puede considerarse por ello testimonio de los cambios que estaba experimentando el arte medallístico.Benlliure es autor del anverso, que ofrece asimismo la novedad, respecto las anteriores medallas de la Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, de presentar los retratos de ambos monarcas, Alfonso XIII y la Reina Victoria Eugenia. La superposición se resuelve mediante una notable diferencia de relieve entre las figuras de ambos, que destaca por una parte la institucionalidad pero no menoscaba el protagonismo conjunto en un resultado final de gran delicadeza. Todo ello se inscribe también, probablemente, en ese sentido de ruptura con la oficialidad ya rígida de la tradición académica en un momento de alza de los movimientos artísticos de la modernidad. La medalla motivó el agradecimiento oficial explícito del rey a Benlliure y a Bray (Texto extractado de Gimeno Pascual, J. en: Mariano Benlliure. El dominio de la materia, 2013, p. 330).
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Camillo Torreggiani. Isabel II, velada. 1855. Técnica. Esculpido. Materia: Mármol de Carrara. Medidas: 96,5 cm x 57 cm x 47,5 cm - 200 kg. Museo del Prado.
Camillo Torreggiani (n. Ferrara, 1820). Escultor italiano. Discípulo de Pampaloni en Florencia, se especializó en la realización de retratos y recibió encargos tanto de clientes de Italia como de otros países europeos. Esculpió bustos de personajes ilustres como el compositor Gioacchino Antonio Rossini o el político Camillo Benso, conde de Cavour. También esculpió monumentos fúnebres como los de Mantovani, Botti, Lovel, Putman o Santini, entre otros. Fue uno de los numerosos escultores italianos que a mediados del siglo XIX se trasladaron a España con la inteción de trabajar para la Corona. ­Torreggiani, entre otros encargos, esculpió el busto Isabel II velada (Prado) por el que se pagaron 34 000 reales y cuyo efectismo en la representación de la reina, que aparece tapada por un velo a través del que se transparenta el rostro, alcanzó gran éxito en el momento.
El escultor italiano Camillo Torreggiani, especialista en la realización de retratos de busto, ejecutó éste de la reina Isabel II de España, en el que la Soberana aparece con el rostro velado, lo que puede asociarse a la iconografía de la Fe, la Virtud o la Religión. Es posible, por tanto, su interpretación en tono alegórico, lo que presentaría a la Reina como garante de la fe católica y de la virtud en España. Pero lo que sin duda constituye la obra es un alarde de pericia y virtuosismo técnico por parte del artista.Al escultor se le pagaron 34.000 reales, 28.000 como tasación de la obra y 6.000 por los desplazamientos, cantidad muy inferior a la que él mismo había indicado en la tasación. Su ejecución le había llevado trece meses. El ingreso efectivo de la obra en el Real Museo se realizó el 17 de abril de 1856. En las vistas estereoscópicas de Jules Andriev, tomadas en 1865, se puede observar instalada la escultura completa, con su pedestal (E00631), ejecutado también por Torreggiani, en la Galería Norte de Escultura.
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Camillo Torreggiani. Isabel II, velada (detalle). Museo del Prado. Mi escultura favorita.
Enlaces interesantes:
Museo del Prado (Página web oficial)
La colección de escultura en el sitio web del Museo

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La ninfa Eurídice mordida por la víbora, de Sabino de Medina, 1865, talla en mármol, 83 x 106 x 51 cm. 246 Kg. Museo del Prado.
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Vista de varias de las vitrinas en las que se expone el Tesoro del Delfín. Museo del Prado.
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Monumento a Mª Cristina de Borbón, 1889‐1893. C /. Felipe IV, frente al Casón del Buen Retiro, perteneciente al Museo del Prado. Obra de Mariano Benlliure.
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La estatua de Murillo del escultor madrileño Sabino de Medina, da nombre a la tercera puerta del Museo del Prado.
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La estatua de Goya de Mariano Benlliure contempla las puertas de la entrada del mismo nombre (alta y baja), considerada la segunda puerta del Museo del Prado.
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Nueva entrada de los Jerónimos, considerada la cuarta puerta del Museo del Prado.
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Vista de la fachada y puerta principal del Museo del Prado, con la estatua de Velázquez de Aniceto Marinas.
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Vista general nocturna del museo de El Prado, en Madrid, en la Noche Europea de los Museos el 16 de mayo de 2015.

Pues esto es todo amigos, espero que os haya gustado este trabajo recopilatorio dedicado a las pintura y esculturas del Museo del Prado del siglo XIX, un complemento ideal para engrandecer la fantástica pinácoteca española.

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